PAPA
FRANCISCO – LA IGLESIA
Queridos
hermanos y hermanas, buenos días! Y felicidades a vosotros porque habéis sido
valientes, con este tiempo que no se sabe si viene el agua, o si no viene el
agua... ¡Estupendos! Esperamos terminar la audiencia sin agua, que el Señor
tenga piedad de nosotros.
Hoy
comienzo un ciclo de catequesis sobre la Iglesia. Es un poco como un hijo que
habla de su madre, de su familia. Hablar de la Iglesia es hablar de nuestra
madre, de nuestra familia. La Iglesia no es una institución finalizada a sí
misma o una asociación privada, una ong, ni mucho menos se debe restringir la
mirada al clero o al Vaticano... «La Iglesia piensa...». La Iglesia somos
todos. «De quién hablas tú?». «No, de los sacerdotes...». Ah, los sacerdotes
son parte de la Iglesia, pero la Iglesia somos todos. No hay que reducirla a
los sacerdotes, a los obispos, al Vaticano... Estas son partes de la Iglesia,
pero la Iglesia somos todos, todos familia, todos de la madre. Y la Iglesia es
una realidad mucho más amplia, que se abre a toda la humanidad y que no nace en
un laboratorio, la Iglesia no nació en un laboratorio, no nació improvisamente.
Ha sido fundada por Jesús, pero es un pueblo con una historia larga a sus
espaldas y una preparación que tiene su inicio mucho antes de Cristo mismo.
Esta
historia, o «prehistoria», de la Iglesia se encuentra ya en las páginas del
Antiguo Testamento. Hemos escuchado el libro del Génesis: Dios eligió a Abrahán,
nuestro padre en la fe, y le pidió que se ponga en camino, que deje su patria
terrena y que vaya hacia otra tierra, que Él le indicaría (cf. Gn 12,
1-9). Y en esta vocación Dios no llama a Abrahán solo, como individuo, sino que
implica desde el inicio a su familia, a sus parientes y a todos aquellos que
estaban al servicio de su casa. Una vez en camino —sí, así comienza a caminar
la Iglesia—, luego, Dios ampliará aún más el horizonte y colmará a Abrahán de
su bendición, prometiéndole una descendencia numerosa como las estrellas del
cielo y como la arena a la orilla del mar. El primer dato importante es
precisamente este: comenzando por Abrahán Dios forma un pueblo para que
lleve su bendición a todas las familias de la tierra. Y en el seno de este
pueblo nace Jesús. Es Dios quien forma este pueblo, esta historia, la Iglesia
en camino, y allí nace Jesús, en este pueblo.
Un
segundo elemento: no es Abrahán quien constituye a su alrededor un pueblo, sino
que es Dios quien da vida a ese pueblo. Normalmente era el hombre el que se
dirigía a la divinidad, tratando de colmar la distancia e invocando apoyo y
protección. La gente rezaba a los dioses, a las divinidades. En este caso, en
cambio, se asiste a algo inaudito: es Dios mismo quien toma la iniciativa.
Escuchemos esto: es Dios mismo quien llama a la puerta de Abrahán y le dice:
sigue adelante, deja tu tierra, comienza a caminar y yo haré de ti un gran
pueblo. Este es el comienzo de la Iglesia y en este pueblo nace Jesús. Dios
toma la iniciativa y dirige su palabra al hombre, creando un vínculo y una
relación nueva con Él. «Pero, padre, ¿cómo es esto? ¿Dios nos habla?» «Sí». «¿Y
nosotros podemos hablar a Dios?». «Sí». «¿Pero nosotros podemos tener una
conversación con Dios?». «Sí». Esto se llama oración, pero es Dios el que hizo
esto desde el comienzo. Así Dios forma un pueblo con todos aquellos que
escuchan su Palabra y que se ponen en camino, fiándose de Él. Esta es la única
condición: fiarse de Dios. Si tú te fías de Dios, lo escuchas y te pones en
camino, eso es hacer Iglesia. El amor de Dios precede a todo. Dios
siempre es el primero, llega antes que nosotros, Él nos precede. El profeta
Isaías, o Jeremías, no recuerdo bien, decía que Dios es como la flor del
almendro, porque es el primer árbol que florece en primavera. Para decir que
Dios siempre florece antes que nosotros. Cuando nosotros llegamos Él nos espera,
Él nos llama, Él nos hace caminar. Siempre se adelanta respecto a nosotros. Y
esto se llama amor, porque Dios nos espera siempre. «Pero, padre, yo no creo
esto, porque si usted lo supiese, padre, mi vida ha sido muy mala, ¿cómo puedo
pensar que Dios me espera?». «Dios te espera. Y si has sido un gran pecador te
espera aún más y te espera con mucho amor, porque Él es el primero. Es esta la
belleza de la Iglesia, que nos lleva a este Dios que nos espera. Precede
a Abrahán, y precede también a Adán.
Abrahán
y los suyos escucharon la llamada de Dios y se pusieron en camino, a pesar de
que no sabían bien quién era este Dios y a dónde los quería llevar. Es verdad,
porque Abrahán se puso en camino fiándose de este Dios que le había hablado,
pero no tenía un libro de teología para estudiar quién era este Dios. Se fía,
se fía del amor. Dios le hace sentir el amor y él se fía. Eso, sin embargo, no
significa que esta gente haya estado siempre convencida y haya sido siempre
fiel. Al contrario, desde el inicio hubo resistencias, repliegue sobre sí
mismos y sobre los propios intereses y la tentación de regatear con Dios y
resolver las cosas al propio estilo. Estas son las traiciones y los pecados que
marcan el camino del pueblo a lo largo de toda la historia de la salvación, que
es la historia de la fidelidad de Dios y de la infidelidad del pueblo.
Dios, sin embargo, no se cansa. Dios tiene paciencia, tiene mucha
paciencia, y en el tiempo sigue educando y formando a su pueblo, como un padre
con su hijo. Dios camina con nosotros. Dice el profeta Oseas: «Yo he caminado
contigo y te he enseñado a caminar como un papá enseña a caminar al niño».
Hermosa esta imagen de Dios. Así es con nosotros: nos enseña a caminar. Y es la
misma actitud que mantiene en relación con la Iglesia. Incluso nosotros, en
efecto, en nuestro propósito de seguir al Señor Jesús, experimentamos cada día
el egoísmo y la dureza de nuestro corazón. Sin embargo, cuando nos reconocemos
pecadores, Dios nos colma con su misericordia y su amor. Y nos perdona, nos
perdona siempre. Es precisamente esto lo que nos hace crecer como pueblo de
Dios, como Iglesia: no es nuestra bondad, no son nuestros méritos —nosotros
somos poca cosa, no es eso—, sino que es la experiencia cotidiana de cuánto nos
quiere el Señor y se preocupa de nosotros. Es esto lo que nos hace sentir
verdaderamente suyos, en sus manos, y nos hace crecer en la comunión con Él y
entre nosotros. Ser Iglesia es sentirse en las manos de Dios, que es padre y
nos ama, nos acaricia, nos espera, nos hace sentir su ternura. Y esto es muy
hermoso.
Queridos
amigos, este es el proyecto de Dios. Cuando Dios llamó a Abrahán pensaba en
esto: formar un pueblo bendecido por su amor y que lleve su bendición a todos
los pueblos de la tierra. Este proyecto no cambia, está siempre en acto. En
Cristo ha tenido su realización y todavía hoy Dios lo sigue realizando en la
Iglesia. Pidamos, pues, la gracia de ser fieles al seguimiento del Señor Jesús
y a la escucha de su Palabra, dispuestos a salir cada día, como Abrahán, hacia
la tierra de Dios y del hombre, nuestra verdadera patria, y así llegar a ser
bendición, signo del amor de Dios para todos sus hijos. A mí me gusta pensar
que un sinónimo, otro nombre que podemos tener nosotros cristianos sería este:
somos hombres y mujeres, somos gente que bendice. El cristiano con su vida debe
bendecir siempre, bendecir a Dios y bendecir a todos. Nosotros cristianos somos
gente que bendice, que sabe bendecir. ¡Esta es una hermosa vocación!
Dios ha querido formar un
pueblo que lleve su bendición a todos los pueblos de la Tierra. En Jesucristo,
lo establece como signo e instrumento de unión de los hombres con Dios y entre
ellos. De ahí la importancia de pertenecer a este pueblo.
Nosotros no somos cristianos
a título individual, cada uno por su cuenta. Nuestra identidad es pertenencia.
Decir «soy cristiano» equivale a decir: «Pertenezco a la Iglesia». Soy de ese
pueblo con el que Dios estableció desde antiguo una alianza, a la que siempre
es fiel. De aquí nuestra gratitud a los que nos han precedido y acogido en la
Iglesia, quienes nos han transmitido la fe, quienes nos enseñaron a rezar y
quienes pidieron para nosotros el Bautismo. Nadie se hace cristiano por sí
mismo. La Iglesia es una gran familia, que nos acoge y nos enseña a vivir como
creyentes y discípulos del Señor. Y no sólo somos cristianos gracias a otros,
sino que únicamente podemos serlo junto con otros. En la Iglesia nadie va « de
libre». Quien dice creer en Dios pero no en la Iglesia, quien dice tener una
relación directa con Cristo, pero fuera de la Iglesia, cae en una dicotomía
absurda. Dios ha confiado su mensaje salvador a personas humanas, a testigos, y
se nos da a conocer en nuestros hermanos y hermanas.