Tras la catástrofe del 587 el núcleo de la población de Judá es deportado a Babilonia, aunque hubo quienes quedaron en el país y otros que se exilaron en Egipto.
Es en la deportación donde fragua el judaísmo. Tras la crisis los «judeos» mantienen su identidad religiosa y nacional recordando las tradiciones sacras de su fe monoteísta, centrándose en la fidelidad a la Ley y en particular en las prescripciones más distintivas, que podían observar aún en la deportación y el exilio: circuncisión, sábado y reglas alimenticias. Cuentan con el aliento de profetas que siguen interpretando los sucesos presentes y el por venir a la luz de la fe en las intervenciones de Dios en el pasado.
La sustitución del dominio babilónico por el del Imperio Persa dio la oportunidad para un retorno, que no respondía a las expectativas ilusionadas de una grandiosa restauración. Pese a la modesta reconstrucción del Templo, el desánimo dio paso a la laxitud religiosa y moral. De los quedados en Babilonia vino de nuevo, con Nehemias y sobre todo con Esdras, el impulso para la reforma y la consolidación del judaísmo como comunidad religiosa, aglutinada en torno a su Torá divina, con su propia identidad cultural, social y, limitadamente, política.
La fe monoteísta quedó protegida de contaminaciones sincretistas. Las tradiciones sagradas fraguaron en una Torá escrita. El puesto fundamental concedido a Moisés por la tradición llevó a distinguir primero entre la Ley y los Profetas y luego entre la Ley, los Profetas y los demás escritos. Esta triple división, ya atestiguada el 135 a.C. pudo originarse en la recolección de los libros sagrados (h. 164 a.C.) tras su intento de destrucción por el poder pagano. Los textos sagrados, al ser reconocidos como tales, eran guardados en el Templo. Esta recepción, lo mismo que las citas de la literatura judía contemporánea, son testimonio de la canonicidad reconocida al A.T. antes de la destrucción del Segundo Templo.
La Torá escrita, como conjunto de las instrucciones divinas, era interpretada y explicada, no sólo en nuevas composiciones escritas, que, algunas anteriores al s. I a.C., pudieron quedar integradas en el canon (la mayoría quedaron fuera), sino mediante una tradición oral (Torá oral), que admitía gran diversidad y flexibilidad en el encuadre de lo comúnmente aceptado. El afán por mantener esta enseñanza oralmente se explica tanto por la fidelidad a los textos canónicos, como por asegurar la vitalidad creativa de la vida religiosa (el caso de las oraciones y las traducciones bíblicas) y para garantizar la flexibilidad de adaptación a cambio y desarrollo.
Las sinagogas, sobre todo después de la destrucción del Templo, llegaron a ser el hogar de un culto comunitario de confesión y alabanzas de Dios y también de lectura y predicación a partir de las Escrituras. Pudieron dar una primera oportunidad al anuncio del Evangelio; pero las comunidades cristianas configuraron sus propias asambleas. La distinción entre synagôgê y ekklesía se hizo cada vez más explícita, con un contraste más o menos tajante según diversas situaciones. Subyace la contraposición de toracentrismo y cristocentrismo, exclusivismo y universalismo.
Fueron los escribas (soferim) eruditos de la Ley, quienes formados en una relación maestro_discípulos, estudiaron religiosamente la Torá, como un acto de culto, y la enseñaron al pueblo. Pudieron ser sacerdotes como Ben Sira; pero llegaron a ser predominantemente laicos. Los sabios (hakamim) que, prosiguiendo la tradición sapiencial, conectaron la revelación divina con las circunstancias cambiantes de la vida, se propusieron transmitir oralmente sus instrucciones. Las enseñanzas de estos transmisores (tanaítas) de los ss. I y II d.C. fueron recopiladas en la Misná a comienzos del s. III. Las de sus comentaristas (amoraitas) fueron recogidas en los Talmud de Palestina (s. IV) y Babilonia (s. V).
El pluralismo del judaísmo anterior al 70 d.C. se bifurcó entre los ss. I y II. Por un lado culmina un proceso de formación del judaísmo, aglutinado en torno a la tradición rabínica, heredera de los fariseos, que fragua en el adoctrinamiento misnáico y talmúdico. Por otro, creyentes en Jesucristo, al comienzo todos judíos, ganan crecientemente a paganos a su fe y se multiplican las comunidades cristianas. Judaísmo y cristianismo se remiten a las Escrituras. Tienen en común la Biblia hebrea, el A.T. para los cristianos. La diferencia esencial reside en que el judaísmo interpreta esta Biblia desde la tradición talmúdica y el cristianismo desde el N.T.
El acontecimiento de Cristo, entendido como cumplimiento y culminación de la Escritura, se sitúa en el arranque de la tradición cristiana que fragua en el N.T. Los cristianos tienen como foco al Mesías, confesado en Jesucristo, entendido como la prometida y definitiva actuación del Dios salvador. Se entiende que no es la obediencia a la Torá, sino el reconocimiento de la actuación de Dios en Jesucristo lo que da acceso a la salvación. Para los judíos su centro sigue siendo la Ley, escrita y oral, como condensación de la fidelidad a las actuaciones decisivas de Dios en el pasado. La visión del Apóstol se extiende a todos los pueblos. La del rabino se queda en Israel. Pablo no entiende su conversión como una apostasía del judaísmo, sino como reconocimiento de la actuación del Dios que había prometido la salvación también para los paganos y ha mostrado su voluntad de salvar no por las obras de la Ley sino por la fe en Cristo. Judeocristianos de las primeras generaciones se sintieron justificados para reclamar en exclusiva el nombre judío. Sin embargo, el desarrollo histórico llevó a que fuese la «Iglesia de los gentiles» la heredera de la reclamación de ser «el verdadero Israel».
No hay comentarios.:
Publicar un comentario