Capítulo
segundo
En
la crisis del compromiso comunitario
50.
Antes
de hablar acerca de algunas cuestiones fundamentales relacionadas con la acción
evangelizadora, conviene recordar brevemente cuál es el contexto en el cual nos
toca vivir y actuar. Hoy suele hablarse de un «exceso de diagnóstico» que no
siempre está acompañado de propuestas superadoras y realmente aplicables. Por
otra parte, tampoco nos serviría una mirada puramente sociológica, que podría
tener pretensiones de abarcar toda la realidad con su metodología de una manera
supuestamente neutra y aséptica. Lo que quiero ofrecer va más bien en la línea
de un discernimiento evangélico. Es la mirada del discípulo misionero,
que se «alimenta a la luz y con la fuerza del Espíritu Santo».53
51. No es función del Papa ofrecer un análisis
detallado y completo sobre la realidad contemporánea, pero aliento a todas las
comunidades a una
«siempre
vigilante capacidad de estudiar los signos de los tiempos».54 Se trata de una responsabilidad
grave, ya que algunas realidades del presente, si no son bien resueltas, pueden
desencadenar procesos de deshumanización difíciles de revertir más adelante. Es
preciso esclarecer aquello que pueda ser un fruto del Reino y también aquello
que atenta contra el proyecto de Dios. Esto implica no sólo reconocer e
interpretar las mociones del buen espíritu y del malo, sino –y aquí radica lo
decisivo– elegir las del buen espíritu y rechazar las del malo. Doy por
supuestos los diversos análisis que ofrecieron otros documentos del Magisterio
universal, así como los que han propuesto los episcopados regionales y
nacionales. En esta Exhortación sólo pretendo detenerme brevemente, con una
mirada pastoral, en algunos aspectos de la realidad que pueden detener o
debilitar los dinamismos de renovación misionera de la Iglesia, sea porque
afectan a la vida y a la dignidad del Pueblo de Dios, sea porque inciden
también en los sujetos que participan de un modo más directo en las
instituciones eclesiales y en tareas evangelizadoras.
53
JUAN PABLO II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis
(25 marzo 1992), 10: AAS 84 (1992),
673.
54 PABLO
VI, Carta enc. Ecclesiam suam (6 agosto 1964), 19: AAS 56 (1964),
632.
I. Algunos desafíos del mundo actual
52.
La humanidad vive en este momento un giro histórico, que podemos ver en los
adelantos que se producen en diversos campos. Son de alabar los avances que
contribuyen al bienestar de la gente, como, por ejemplo, en el ámbito de la
salud, de la educación y de la comunicación. Sin embargo, no podemos olvidar
que la mayoría de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el
día a día, con consecuencias funestas. Algunas patologías van en aumento. El
miedo y la desesperación se apoderan del corazón de numerosas personas, incluso
en los llamados países ricos. La alegría de vivir frecuentemente se apaga, la
falta de respeto y la violencia crecen, la inequidad es cada vez más patente.
Hay que luchar para vivir y, a menudo, para vivir con poca dignidad. Este
cambio de época se ha generado por los enormes saltos cualitativos,
cuantitativos, acelerados y acumulativos que se dan en el desarrollo
científico, en las innovaciones tecnológicas y en sus veloces aplicaciones en
distintos campos de la naturaleza y de la vida. Estamos en la era del
conocimiento y la información, fuente de nuevas formas de un poder muchas veces
anónimo.
No
a una economía de la exclusión
53.
Así como el mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el
valor de la vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la
exclusión y la inequidad». Esa economía mata. No puede ser que no sea noticia
que muere de frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de
dos puntos en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire
comida cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra
dentro del juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el
poderoso se come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes
masas de la población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin
horizontes, sin salida. Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de
consumo, que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del
«descarte» que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de
la
explotación y de la opresión, sino de
algo nuevo: con la exclusión queda afectada en su misma raíz la pertenencia a
la sociedad en la que se vive, pues ya no se está en ella abajo, en la
periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los excluidos no son
«explotados» sino desechos, «sobrantes».
54. En este contexto, algunos todavía
defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo crecimiento
económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar por sí mismo
mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que jamás ha sido
confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua en la bondad
de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos sacralizados del
sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos siguen esperando.
Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o para poder
entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una globalización de la
indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces de compadecernos ante
los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama de los demás ni nos
interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad ajena que no nos
incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la calma si el
mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas esas vidas
truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo que de
ninguna manera nos altera.
No a la nueva idolatría del dinero
55. Una de las causas de esta
situación se encuentra en la relación que hemos establecido con el dinero, ya
que aceptamos pacíficamente su predominio sobre nosotros y nuestras sociedades.
La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su origen hay una
profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del ser humano!
Hemos creado nuevos ídolos. La adoración del antiguo becerro de oro (cf. Ex
32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada en el fetichismo del
dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y sin un objetivo
verdaderamente humano. La crisis mundial que afecta a las finanzas y a la
economía pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo, la grave
carencia de su orientación
antropológica que reduce al ser humano a una sola de sus necesidades: el
consumo.
56. Mientras las ganancias de unos
pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan cada vez más lejos
del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio proviene de ideologías
que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la especulación
financiera. De ahí que nieguen el derecho de control de los Estados, encargados
de velar por el bien común. Se instaura una nueva tiranía invisible, a veces
virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus leyes y sus reglas. Además, la
deuda y sus intereses alejan a los países de las posibilidades viables de su
economía y a los ciudadanos de su poder adquisitivo real. A todo ello se añade una corrupción
ramificada y una evasión fiscal egoísta, que han asumido dimensiones mundiales.
El afán de poder y de tener no conoce límites. En este sistema, que tiende a
fagocitarlo todo en orden a acrecentar beneficios, cualquier cosa que sea
frágil, como el medio ambiente, queda indefensa ante los intereses del mercado
divinizado, convertidos en regla absoluta.
No a un dinero que gobierna en lugar de servir
57. Tras esta actitud se esconde el
rechazo de la ética y el rechazo de Dios. La ética suele ser mirada con cierto
desprecio burlón. Se considera contraproducente, demasiado humana, porque
relativiza el dinero y el poder. Se la siente como una amenaza, pues condena la
manipulación y la degradación de la persona. En definitiva, la ética lleva a un
Dios que espera una respuesta comprometida que está fuera de las categorías del
mercado. Para éstas, si son absolutizadas, Dios es incontrolable, inmanejable,
incluso peligroso, por llamar al ser humano a su plena realización y a la
independencia de cualquier tipo de esclavitud. La ética –una ética no
ideologizada– permite crear un equilibrio y un orden social más humano. En este
sentido, animo a los expertos financieros y a los gobernantes de los países a
considerar las palabras de un sabio de la antigüedad: «No compartir con los pobres los propios
bienes es robarles y quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos,
sino suyos».55
58. Una reforma financiera que no
ignore la ética requeriría un cambio de actitud enérgico por parte de los
dirigentes políticos, a quienes exhorto a afrontar este reto con determinación
y visión de futuro, sin ignorar, por supuesto, la especificidad de cada
contexto. ¡El dinero debe servir y no gobernar! El Papa ama a todos, ricos y
pobres, pero tiene la obligación, en nombre de Cristo, de recordar que los
ricos deben ayudar a los pobres, respetarlos, promocionarlos. Os exhorto a la
solidaridad desinteresada y a una vuelta de la economía y las finanzas a una
ética en favor del ser humano.
No a la inequidad que genera violencia
59. Hoy en
muchas partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no se reviertan la exclusión y la inequidad
dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será imposible erradicar
la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los pueblos pobres
pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra
encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión.
Cuando la sociedad –local, nacional o mundial– abandona en la periferia una
parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos policiales o de
inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la tranquilidad. Esto no
sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción violenta de los
excluidos del sistema, sino porque el sistema social y económico es injusto en
su raíz. Así como el bien tiende a comunicarse, el mal consentido, que es la
injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a socavar silenciosamente
las bases de cualquier sistema político y social por más sólido que parezca. Si
cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado en las estructuras de una
sociedad tiene siempre un potencial de disolución y de muerte. Es el mal
cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir del cual no puede
esperarse un futuro mejor. Estamos lejos del llamado «fin de la historia», ya
que las condiciones de un
55 SAN JUAN CRISÓSTOMO, De Lazaro Concio II, 6: PG 48, 992D.
desarrollo sostenible y en paz
todavía no están adecuadamente planteadas y realizadas.
60. Los mecanismos de la economía
actual promueven una exacerbación del consumo, pero resulta que el consumismo
desenfrenado unido a la inequidad es doblemente dañino del tejido social. Así
la inequidad genera tarde o temprano una violencia que las carreras
armamentistas no resuelven ni resolverán jamás. Sólo sirven para pretender
engañar a los que reclaman mayor seguridad, como si hoy no supiéramos que las
armas y la represión violenta, más que aportar soluciones, crean nuevos y
peores conflictos. Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a
los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y
pretenden encontrar la solución en una «educación» que los tranquilice y los
convierta en seres domesticados e inofensivos. Esto se vuelve todavía más
irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción profundamente
arraigada en muchos países –en sus gobiernos, empresarios e instituciones–
cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes.
Algunos desafíos culturales
61. Evangelizamos también cuando
tratamos de afrontar los diversos desafíos que puedan presentarse.56 A veces éstos se manifiestan en
verdaderos ataques a la libertad religiosa o en nuevas situaciones de
persecución a los cristianos, las cuales en algunos países han alcanzado
niveles alarmantes de odio y violencia. En muchos lugares se trata más bien de
una difusa indiferencia relativista, relacionada con el desencanto y la crisis
de las ideologías que se provocó como reacción contra todo lo que parezca
totalitario. Esto no perjudica sólo a la Iglesia, sino a la vida social en general.
Reconozcamos que una cultura, en la cual cada uno quiere ser el portador de una
propia verdad subjetiva, vuelve difícil que los ciudadanos deseen integrar un
proyecto común más allá de los beneficios y deseos personales.
56 Cf. Propositio
13.
62.
En
la cultura predominante, el primer lugar está ocupado por lo exterior, lo
inmediato, lo visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio. Lo real cede
el lugar a la apariencia. En muchos países, la globalización ha significado un
acelerado deterioro de las raíces culturales con la invasión de tendencias
pertenecientes a otras culturas, económicamente desarrolladas pero éticamente
debilitadas. Así lo han manifestado en distintos Sínodos los Obispos de varios
continentes. Los Obispos africanos, por ejemplo, retomando la Encíclica Sollicitudo
rei socialis, señalaron años atrás que muchas veces se quiere convertir a
los países de África en simples «piezas de un mecanismo y de un engranaje
gigantesco. Esto sucede a menudo en el campo de los medios de comunicación
social, los cuales, al estar dirigidos mayormente por centros de la parte Norte
del mundo, no siempre tienen en la debida consideración las prioridades y los
problemas
propios de estos países, ni respetan su fisonomía cultural».57 Igualmente, los Obispos de Asia
«subrayaron los influjos que desde el exterior se ejercen sobre las culturas
asiáticas. Están apareciendo nuevas formas de conducta, que son resultado de
una excesiva exposición a los medios de comunicación social […] Eso tiene como
consecuencia que los aspectos negativos de las industrias de los medios de
comunicación y de entretenimiento ponen en peligro los valores tradicionales».58
63.
La
fe católica de muchos pueblos se enfrenta hoy con el desafío de la
proliferación de nuevos movimientos religiosos, algunos tendientes al
fundamentalismo y otros que parecen proponer una espiritualidad sin Dios. Esto
es, por una parte, el resultado de una reacción humana frente a la sociedad
materialista, consumista e individualista y, por otra parte, un aprovechamiento
de las carencias de la población que vive en las periferias y zonas
empobrecidas, que sobrevive en medio de grandes dolores humanos y busca
soluciones inmediatas para sus necesidades. Estos movimientos religiosos, que
se caracterizan por su sutil penetración, vienen a llenar, dentro del
individualismo imperante, un vacío dejado por el racionalismo secularista.
Además, es necesario que reconozcamos que, si parte de nuestro pueblo bautizado
no experimenta su pertenencia a la
57 JUAN
PABLO II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14
septiembre 1995), 52: AAS 88 (1996), 32-33; ID., Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30
diciembre 1987), 22: AAS 80 (1988), 539.
58 JUAN
PABLO II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6
noviembre 1999), 7: AAS 92 (2000),
458.
Iglesia,
se debe también a la existencia de unas estructuras y a un clima poco
acogedores en algunas de nuestras parroquias y comunidades, o a una actitud
burocrática para dar respuesta a los problemas, simples o complejos, de la vida
de nuestros pueblos. En muchas partes hay un predominio de lo administrativo
sobre lo pastoral, así como una sacramentalización sin otras formas de
evangelización.
64. El proceso de secularización tiende a
reducir la fe y la Iglesia al ámbito de lo privado y de lo íntimo. Además, al
negar toda trascendencia, ha producido una creciente deformación ética, un
debilitamiento del sentido del pecado personal y social y un progresivo aumento
del relativismo, que ocasionan una desorientación generalizada, especialmente
en la etapa de la adolescencia y la juventud, tan vulnerable a los cambios.
Como bien indican los Obispos de Estados Unidos de América, mientras la Iglesia
insiste en la existencia de normas morales objetivas, válidas para todos, «hay
quienes presentan esta enseñanza como injusta, esto es, como opuesta a los
derechos humanos básicos. Tales alegatos suelen provenir de una forma de
relativismo moral que está unida, no sin inconsistencia, a una creencia en los
derechos absolutos de los individuos. En este punto de vista se percibe a la
Iglesia como si promoviera un prejuicio particular y
como
si interfiriera con la libertad individual».59
Vivimos en una sociedad de la información que nos satura indiscriminadamente de
datos, todos en el mismo nivel, y termina llevándonos a una tremenda
superficialidad a la hora de plantear las cuestiones morales. Por consiguiente,
se vuelve necesaria una educación que enseñe a pensar críticamente y que
ofrezca un camino de maduración en valores.
65.
A
pesar de toda la corriente secularista que invade las sociedades, en muchos
países -aun donde el cristianismo es minoría- la Iglesia católica es una
institución creíble ante la opinión pública, confiable en lo que respecta al
ámbito de la solidaridad y de la preocupación por los más carenciados. En
repetidas ocasiones ha servido de mediadora en favor de la solución de
problemas que afectan a la paz, la concordia, la tierra, la defensa de la
vida, los derechos humanos y
ciudadanos, etc. ¡Y cuánto aportan las
59 UNITED STATES CONFERENCE OF
CATHOLIC
BISHOPS, Ministry to Persons with a
Homosexual
Inclination:
Guidelines for Pastoral Care (2006), 17.
escuelas y universidades católicas
en todo el mundo! Es muy bueno que así sea. Pero nos cuesta mostrar que, cuando
planteamos otras cuestiones que despiertan menor aceptación pública, lo hacemos
por fidelidad a las mismas convicciones sobre la dignidad humana y el bien
común.
66.
La
familia atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y
vínculos sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se
vuelve especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad,
el lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros y
donde los padres transmiten la fe a sus hijos. El matrimonio tiende a ser visto
como una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de
cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno. Pero
el aporte indispensable del matrimonio a la sociedad supera el nivel de la
emotividad y el de las necesidades circunstanciales de la pareja. Como enseñan
los Obispos franceses, no procede «del sentimiento amoroso, efímero por
definición, sino de la profundidad del compromiso asumido por los esposos que aceptan
entrar en una unión de vida total».60
67.
El
individualismo posmoderno y globalizado favorece un estilo de vida que debilita
el desarrollo y la estabilidad de los vínculos entre las personas, y que
desnaturaliza los vínculos familiares. La acción pastoral debe mostrar mejor
todavía que la relación con nuestro Padre exige y alienta una comunión que
sane, promueva y afiance los vínculos interpersonales. Mientras en el mundo,
especialmente en algunos países, reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos,
los cristianos insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar
las heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos
«mutuamente a llevar las cargas» (Ga 6,2). Por otra parte, hoy surgen
muchas formas de asociación para la defensa de derechos y para la consecución
de nobles objetivos. Así se manifiesta una sed de participación de numerosos
ciudadanos que quieren ser constructores del desarrollo social y cultural.
Desafíos
de la inculturación de la fe
60 CONFÉRENCE DES ÉVÊQUES DE FRANCE. Conseil Famille et Société, Elargir
le mariage aux personnes de même sexe? Ouvrons le débat! (28
septiembre 2012).
68. El substrato cristiano de algunos
pueblos –sobre todo occidentales– es una realidad viva. Allí encontramos,
especialmente en los más necesitados, una reserva moral que guarda valores de
auténtico humanismo cristiano. Una mirada de fe sobre la realidad no puede
dejar de reconocer lo que siembra el Espíritu Santo. Sería desconfiar de su
acción libre y generosa pensar que no hay auténticos valores cristianos donde
una gran parte de la población ha recibido el Bautismo y expresa su fe y su
solidaridad fraterna de múltiples maneras. Allí hay que reconocer mucho más que
unas «semillas del Verbo», ya que se trata de una auténtica fe católica con
modos propios de expresión y de pertenencia a la Iglesia. No conviene ignorar
la tremenda importancia que tiene una cultura marcada por la fe, porque esa
cultura evangelizada, más allá de sus límites, tiene muchos más recursos que
una mera suma de creyentes frente a los embates del secularismo actual. Una
cultura popular evangelizada contiene valores de fe y de solidaridad que pueden
provocar el desarrollo de una sociedad más justa y creyente, y posee una
sabiduría peculiar que hay que saber reconocer con una mirada agradecida.
69. Es imperiosa la necesidad de
evangelizar las culturas para inculturar el Evangelio. En los países de
tradición católica se tratará de acompañar, cuidar y fortalecer la riqueza que
ya existe, y en los países de otras tradiciones religiosas o profundamente
secularizados se tratará de procurar nuevos procesos de evangelización de la
cultura, aunque supongan proyectos a muy largo plazo. No podemos, sin embargo,
desconocer que siempre hay un llamado al crecimiento. Toda cultura y todo grupo
social necesitan purificación y maduración. En el caso de las culturas
populares de pueblos católicos, podemos reconocer algunas debilidades que
todavía deben ser sanadas por el Evangelio: el machismo, el alcoholismo, la violencia
doméstica, una escasa participación en la Eucaristía, creencias fatalistas o
supersticiosas que hacen recurrir a la brujería, etc. Pero es precisamente la
piedad popular el mejor punto de partida para sanarlas y liberarlas.
70.
También
es cierto que a veces el acento, más que en el impulso de la piedad cristiana,
se coloca en formas exteriores de tradiciones de ciertos
grupos,
o en supuestas revelaciones privadas que se absolutizan. Hay cierto
cristianismo de devociones, propio de una vivencia individual y sentimental de
la fe, que en realidad no responde a una auténtica «piedad popular». Algunos
promueven estas expresiones sin preocuparse por la promoción social y la
formación de los fieles, y en ciertos casos lo hacen para obtener beneficios
económicos o algún poder sobre los demás. Tampoco podemos ignorar que en las
últimas décadas se ha producido una ruptura en la transmisión generacional de
la fe cristiana en el pueblo católico. Es innegable que muchos se sienten
desencantados y dejan de identificarse con la tradición católica, que son más
los padres que no bautizan a sus hijos y no les enseñan a rezar, y que hay un
cierto éxodo hacia otras comunidades de fe. Algunas causas de esta ruptura son:
la falta de espacios de diálogo familiar, la influencia de los medios de
comunicación, el subjetivismo relativista, el consumismo desenfrenado que
alienta el mercado, la falta de acompañamiento pastoral a los más pobres, la
ausencia de una acogida cordial en nuestras instituciones, y nuestra dificultad
para recrear la adhesión mística de la fe en un escenario religioso plural.
Desafíos
de las culturas urbanas
71. La nueva Jerusalén, la Ciudad santa
(cf. Ap 21,2-4), es el destino hacia donde peregrina toda la humanidad.
Es llamativo que la revelación nos diga que la plenitud de la humanidad y de la
historia se realiza en una ciudad. Necesitamos reconocer la ciudad desde una
mirada contemplativa, esto es, una mirada de fe que descubra al Dios que habita
en sus hogares, en sus calles, en sus plazas. La presencia de Dios acompaña las
búsquedas sinceras que personas y grupos realizan para encontrar apoyo y
sentido a sus vidas. Él vive entre los ciudadanos promoviendo la solidaridad,
la fraternidad, el deseo de bien, de verdad, de justicia. Esa presencia no debe
ser fabricada sino descubierta, develada. Dios no se oculta a aquellos que lo
buscan con un corazón sincero, aunque lo hagan a tientas, de manera imprecisa y
difusa.
72.
En
la ciudad, lo religioso está mediado por diferentes estilos de vida, por costumbres
asociadas a un sentido de lo temporal, de lo territorial y de
las
relaciones, que difiere del estilo de los habitantes rurales. En sus vidas
cotidianas los ciudadanos muchas veces luchan por sobrevivir, y en esas luchas
se esconde un sentido profundo de la existencia que suele entrañar también un
hondo sentido religioso. Necesitamos contemplarlo para lograr un diálogo como
el que el Señor desarrolló con la samaritana, junto al pozo, donde ella buscaba
saciar su sed (cf. Jn 4,7-26).
73.
Nuevas
culturas continúan gestándose en estas enormes geografías humanas en las que el
cristiano ya no suele ser promotor o generador de sentido, sino que recibe de
ellas otros lenguajes, símbolos, mensajes y paradigmas que ofrecen nuevas
orientaciones de vida, frecuentemente en contraste con el Evangelio de Jesús.
Una cultura inédita late y se elabora en la ciudad. El Sínodo ha constatado que
hoy las transformaciones de esas grandes áreas y la cultura que expresan son un
lugar privilegiado de
la
nueva evangelización.61 Esto requiere imaginar espacios de
oración y de comunión con características novedosas, más atractivas y
significativas para los habitantes urbanos. Los ambientes rurales, por la
influencia de los medios de comunicación de masas, no están ajenos a estas
transformaciones culturales que también operan cambios significativos en sus
modos de vida.
74.
Se
impone una evangelización que ilumine los nuevos modos de relación con Dios,
con los otros y con el espacio, y que suscite los valores fundamentales. Es necesario
llegar allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la
Palabra de Jesús los núcleos más profundos del alma de las ciudades. No hay que
olvidar que la ciudad es un ámbito multicultural. En las grandes urbes puede
observarse un entramado en el que grupos de personas comparten las mismas
formas de soñar la vida y similares imaginarios y se constituyen en nuevos
sectores humanos, en territorios culturales, en ciudades invisibles. Variadas
formas culturales conviven de hecho, pero ejercen muchas veces prácticas de
segregación y de violencia. La
Iglesia está llamada a ser servidora de un difícil diálogo. Por otra parte,
aunque hay ciudadanos que consiguen los medios
adecuados para
el desarrollo de la vida
personal y familiar,
son
61 Cf. Propositio
25.
muchísimos los «no ciudadanos», los
«ciudadanos a medias» o los «sobrantes urbanos». La ciudad produce una suerte
de permanente ambivalencia, porque, al mismo tiempo que ofrece a sus ciudadanos
infinitas posibilidades, también aparecen numerosas dificultades para el pleno
desarrollo de la vida de muchos. Esta contradicción provoca sufrimientos
lacerantes. En muchos lugares del mundo, las ciudades son escenarios de
protestas masivas donde miles de habitantes reclaman libertad, participación,
justicia y diversas reivindicaciones que, si no son adecuadamente
interpretadas, no podrán acallarse por la fuerza.
75. No podemos ignorar que en las
ciudades fácilmente se desarrollan el tráfico de drogas y de personas, el abuso
y la explotación de menores, el abandono de ancianos y enfermos, varias formas
de corrupción y de crimen. Al mismo tiempo, lo que podría ser un precioso
espacio de encuentro y solidaridad, frecuentemente se convierte en el lugar de
la huida y de la desconfianza mutua. Las casas y los barrios se construyen más
para aislar y proteger que para conectar e integrar. La proclamación del
Evangelio será una base para restaurar la dignidad de la vida humana en esos
contextos, porque Jesús quiere derramar en las ciudades vida en abundancia (cf.
Jn 10,10). El sentido unitario y completo de la vida humana que propone
el Evangelio es el mejor remedio para los males urbanos, aunque debamos
advertir que un programa y un estilo uniforme e inflexible de evangelización no
son aptos para esta realidad. Pero vivir a fondo lo humano e introducirse en el
corazón de los desafíos como fermento testimonial, en cualquier cultura, en
cualquier ciudad, mejora al cristiano y fecunda la ciudad.
II. Tentaciones de los agentes pastorales
76. Siento una enorme gratitud por la
tarea de todos los que trabajan en la Iglesia. No quiero detenerme ahora a
exponer las actividades de los diversos agentes pastorales, desde los obispos
hasta el más sencillo y desconocido de los servicios eclesiales. Me gustaría
más bien reflexionar acerca de los desafíos que todos ellos enfrentan en medio
de la actual cultura globalizada. Pero tengo que decir, en primer lugar y como
deber de justicia, que el aporte de la Iglesia en el mundo actual es enorme. Nuestro
dolor y nuestra vergüenza por los
pecados de algunos miembros de la Iglesia, y por los propios, no deben hacer
olvidar cuántos cristianos dan la vida por amor: ayudan a tanta gente a curarse
o a morir en paz en precarios hospitales, o acompañan personas esclavizadas por
diversas adicciones en los lugares más pobres de la tierra, o se desgastan en
la educación de niños y jóvenes, o cuidan ancianos abandonados por todos, o
tratan de comunicar valores en ambientes hostiles, o se entregan de muchas
otras maneras que muestran ese inmenso amor a la humanidad que nos ha inspirado
el Dios hecho hombre. Agradezco el hermoso ejemplo que me dan tantos cristianos
que ofrecen su vida y su tiempo con alegría. Ese testimonio me hace mucho bien
y me sostiene en mi propio deseo de superar el egoísmo para entregarme más.
77. No obstante, como hijos de esta
época, todos nos vemos afectados de algún modo por la cultura globalizada
actual que, sin dejar de mostrarnos valores y nuevas posibilidades, también
puede limitarnos, condicionarnos e incluso enfermarnos. Reconozco que
necesitamos crear espacios motivadores y sanadores para los agentes pastorales,
«lugares donde regenerar la propia fe en Jesús crucificado y resucitado, donde
compartir las propias preguntas más profundas y las preocupaciones cotidianas,
donde discernir en profundidad con criterios evangélicos sobre la propia
existencia y experiencia, con la finalidad de orientar al bien y a la belleza
las propias elecciones individuales y sociales».62 Al mismo tiempo, quiero llamar la
atención sobre algunas tentaciones que particularmente hoy afectan a los
agentes pastorales.
Sí al desafío de una espiritualidad misionera
78. Hoy se puede advertir en muchos
agentes pastorales, incluso en personas consagradas, una preocupación
exacerbada por los espacios personales de autonomía y de distensión, que lleva
a vivir las tareas como un mero apéndice de la vida, como si no fueran parte de
la propia identidad. Al mismo tiempo, la vida espiritual se confunde con algunos
momentos religiosos que brindan cierto alivio pero que no alimentan el
62 AZIONE
CATTOLICA ITALIANA,
Messaggio della XIV Assemblea Nazionale alla Chiesa ed al Paese (8 mayo
2011).
encuentro
con los demás, el compromiso en el mundo, la pasión evangelizadora. Así, pueden
advertirse en muchos agentes evangelizadores, aunque oren, una acentuación del individualismo,
una crisis de identidad y una caída del fervor. Son tres males
que se alimentan entre sí.
79.
La
cultura mediática y algunos ambientes intelectuales a veces transmiten una
marcada desconfianza hacia el mensaje de la Iglesia, y un cierto desencanto.
Como consecuencia, aunque recen, muchos agentes pastorales desarrollan una
especie de complejo de inferioridad que les lleva a relativizar u ocultar su
identidad cristiana y sus convicciones. Se produce entonces un círculo vicioso,
porque así no son felices con lo que son y con lo que hacen, no se sienten
identificados con su misión evangelizadora, y esto debilita la entrega.
Terminan ahogando su alegría misionera en una especie de obsesión por ser como
todos y por tener lo que poseen los demás. Así, las tareas evangelizadoras se
vuelven forzadas y se dedican a ellas pocos esfuerzos y un tiempo muy limitado.
80. Se desarrolla en los agentes
pastorales, más allá del estilo espiritual o la línea de pensamiento que puedan
tener, un relativismo todavía más peligroso que el doctrinal. Tiene que ver con
las opciones más profundas y sinceras que determinan una forma de vida. Este
relativismo práctico es actuar como si Dios no existiera, decidir como si los
pobres no existieran, soñar como si los demás no existieran, trabajar como si
quienes no recibieron el anuncio no existieran. Llama la atención que aun
quienes aparentemente poseen sólidas convicciones doctrinales y espirituales
suelen caer en un estilo de vida que los lleva a aferrarse a seguridades
económicas, o a espacios de poder y de gloria humana que se procuran por
cualquier medio, en lugar de dar la vida por los demás en la misión. ¡No nos
dejemos robar el entusiasmo misionero!
No
a la acedia egoísta
81.
Cuando más necesitamos un dinamismo misionero que lleve sal y luz al mundo,
muchos laicos sienten el temor de que alguien les invite a realizar alguna
tarea apostólica, y tratan de escapar de cualquier compromiso que les pueda
quitar su tiempo libre. Hoy se ha vuelto muy
difícil,
por ejemplo, conseguir catequistas capacitados para las parroquias y que
perseveren en la tarea durante varios años. Pero algo semejante sucede con los
sacerdotes, que cuidan con obsesión su tiempo personal. Esto frecuentemente se
debe a que las personas necesitan imperiosamente preservar sus espacios de
autonomía, como si una tarea evangelizadora fuera un veneno peligroso y no una
alegre respuesta al amor de Dios que nos convoca a la misión y nos vuelve
plenos y fecundos. Algunos se resisten a probar hasta el fondo el gusto de la
misión y quedan sumidos en una acedia paralizante.
82. El problema no es siempre el exceso
de actividades, sino sobre todo las actividades mal vividas, sin las
motivaciones adecuadas, sin una espiritualidad que impregne la acción y la haga
deseable. De ahí que las tareas cansen más de lo razonable, y a
veces enfermen. No
se trata de un cansancio feliz, sino tenso, pesado, insatisfecho y, en definitiva,
no aceptado. Esta acedia pastoral puede tener diversos orígenes. Algunos caen
en ella por sostener proyectos irrealizables y no vivir con ganas lo que
buenamente podrían hacer. Otros, por no aceptar la costosa evolución de los
procesos y querer que todo caiga del cielo. Otros, por apegarse a algunos
proyectos o a sueños de éxitos imaginados por su vanidad. Otros, por perder el
contacto real con el pueblo, en una despersonalización de la pastoral que lleva
a prestar más atención a la organización que a las personas, y entonces les
entusiasma más la «hoja de ruta» que la ruta misma. Otros caen en la acedia por
no saber esperar y querer dominar el ritmo de la vida. El inmediatismo ansioso
de estos tiempos hace que los agentes pastorales no toleren fácilmente lo que
signifique alguna contradicción, un aparente fracaso, una crítica, una cruz.
83. Así se gesta la mayor amenaza, que
«es el gris pragmatismo de la vida cotidiana de la Iglesia en el cual
aparentemente todo procede con normalidad, pero en realidad la fe se va
desgastando y degenerando en mezquindad».63
Se desarrolla la psicología de la tumba, que poco a poco
convierte
a los cristianos en momias de museo. Desilusionados con la
63 J. RATZINGER
, Situación actual de la fe y la teología. Conferencia pronunciada en el
Encuentro de Presidentes de Comisiones Episcopales de América Latina para la
doctrina de la fe, celebrado en Guadalajara, México, 1996, publicada en L’Osservatore
Romano, 1 noviembre 1996. Cf. V
CONFERENCIA GENERAL DEL
EPISCOPADO LATINOAMERICANO Y DEL CARIBE,
Documento de Aparecida, 12.
realidad, con la Iglesia o consigo
mismos, viven la constante tentación de apegarse a una tristeza dulzona, sin
esperanza, que se apodera del corazón como «el más preciado de los elixires del
demonio».64 Llamados a iluminar y a comunicar
vida, finalmente se dejan cautivar por cosas que sólo generan oscuridad y
cansancio interior, y que apolillan el dinamismo apostólico. Por todo esto me
permito insistir: ¡No nos dejemos robar la alegría evangelizadora!
No al pesimismo estéril
84. La alegría del Evangelio es esa
que nada ni nadie nos podrá quitar (cf. Jn 16,22). Los males de nuestro
mundo –y los de la Iglesia– no deberían ser excusas para reducir nuestra
entrega y nuestro fervor. Mirémoslos como desafíos para crecer. Además, la
mirada creyente es capaz de reconocer la luz que siempre derrama el Espíritu
Santo en medio de la oscuridad, sin olvidar que «donde abundó el pecado
sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Nuestra fe es desafiada a vislumbrar
el vino en que puede convertirse el agua y a descubrir el trigo que crece en
medio de la cizaña. A cincuenta años del Concilio Vaticano II, aunque nos
duelan las miserias de nuestra época y estemos lejos de optimismos ingenuos, el
mayor realismo no debe significar menor confianza en el Espíritu ni menor
generosidad. En ese sentido, podemos volver a escuchar las palabras del beato
Juan XXIII en aquella admirable jornada del 11 de octubre de 1962: «Llegan, a
veces, a nuestros oídos, hiriéndolos, ciertas insinuaciones de algunas personas
que, aun en su celo ardiente, carecen del sentido de la discreción y de la
medida. Ellas no ven en los tiempos modernos sino prevaricación y ruina […] Nos
parece justo disentir de tales profetas de calamidades, avezados a anunciar
siempre infaustos acontecimientos, como si el fin de los tiempos estuviese
inminente. En el presente momento histórico, la Providencia nos está llevando a
un nuevo orden de relaciones humanas que, por obra misma de los hombres pero
más aún por encima de sus mismas intenciones, se encaminan al cumplimiento de
planes superiores e
64 G. BERNANOS, Journal
d’un curé de campagne, Paris 1974, 135.
inesperados; pues todo, aun las
humanas adversidades, aquélla lo dispone para mayor bien de la Iglesia».65
85. Una de las tentaciones más serias que
ahogan el fervor y la audacia es la conciencia de derrota que nos convierte en
pesimistas quejosos y desencantados con cara de vinagre. Nadie puede emprender
una lucha si de antemano no confía plenamente en el triunfo. El que comienza
sin confiar perdió de antemano la mitad de la batalla y entierra sus talentos.
Aun con la dolorosa conciencia de las propias fragilidades, hay que seguir
adelante sin declararse vencidos, y recordar lo que el Señor dijo a san Pablo:
«Te basta mi gracia, porque mi fuerza se manifiesta en la debilidad» (2 Co
12,9). El triunfo cristiano es siempre una cruz, pero una cruz que al mismo
tiempo es bandera de victoria, que se lleva con una ternura combativa ante los
embates del mal. El mal espíritu de la derrota es hermano de la tentación de
separar antes de tiempo el trigo de la cizaña, producto de una desconfianza
ansiosa y egocéntrica.
86.
Es
cierto que en algunos lugares se produjo una «desertificación» espiritual,
fruto del proyecto de sociedades que quieren construirse sin Dios o que
destruyen sus raíces cristianas. Allí «el mundo cristiano se está haciendo
estéril, y se agota como una tierra sobreexplotada, que se
convierte
en arena».66 En otros países, la resistencia
violenta al cristianismo obliga a los cristianos a vivir su fe casi a
escondidas en el país que aman. Ésta es otra forma muy dolorosa de desierto.
También la propia familia o el propio lugar de trabajo puede ser ese ambiente
árido donde hay que conservar la fe y tratar de irradiarla. Pero «precisamente
a partir de la experiencia de este desierto, de este vacío, es como podemos
descubrir nuevamente la alegría de creer, su importancia vital para nosotros,
hombres y mujeres. En el desierto se vuelve a descubrir el valor de lo que es
esencial para vivir; así, en el mundo contemporáneo, son muchos los signos de
la sed de Dios, del sentido último de la vida, a menudo manifestados de forma
implícita o negativa. Y en el desierto se necesitan sobre todo personas de fe
que, con su propia vida, indiquen el camino
65 JUAN
XXIII, Discurso de apertura del Concilio Ecuménico Vaticano II (11
octubre 1962), 4, 2-4:
AAS 54 (1962), 789.
66 J. H. NEWMAN, Letter
of 26 January 1833, en The Letters and Diaries of John Henry Newman,
III, Oxford 1979, 204.
hacia
la Tierra prometida y de esta forma mantengan viva la esperanza».67 En todo caso, allí estamos llamados
a ser personas-cántaros para dar de beber a los demás. A veces el cántaro se
convierte en una pesada cruz, pero fue precisamente en la cruz donde,
traspasado, el Señor se nos entregó como fuente de agua viva. ¡No nos dejemos
robar la esperanza!
Sí
a las relaciones nuevas que genera Jesucristo
87. Hoy, que las redes y los instrumentos
de la comunicación humana han alcanzado desarrollos inauditos, sentimos el
desafío de descubrir y transmitir la mística de vivir juntos, de mezclarnos, de
encontrarnos, de tomarnos de los brazos, de apoyarnos, de participar de esa
marea algo caótica que puede convertirse en una verdadera experiencia de
fraternidad, en una caravana solidaria, en una santa peregrinación. De este
modo, las mayores posibilidades de comunicación se traducirán en más
posibilidades de encuentro y de solidaridad entre todos. Si pudiéramos seguir
ese camino, ¡sería algo tan bueno, tan sanador, tan liberador, tan
esperanzador! Salir de sí mismo para unirse a otros hace bien. Encerrarse en sí
mismo es probar el amargo veneno de la inmanencia, y la humanidad saldrá
perdiendo con cada opción egoísta que hagamos.
88.
El
ideal cristiano siempre invitará a superar la sospecha, la desconfianza
permanente, el temor a ser invadidos, las actitudes defensivas que nos impone
el mundo actual. Muchos tratan de escapar de los demás hacia la privacidad
cómoda o hacia el reducido círculo de los más íntimos, y renuncian al realismo
de la dimensión social del Evangelio. Porque, así como algunos quisieran un
Cristo puramente espiritual, sin carne y sin cruz, también se pretenden
relaciones interpersonales sólo mediadas por aparatos sofisticados, por pantallas
y sistemas que se puedan encender y apagar a voluntad. Mientras tanto, el
Evangelio nos invita siempre a correr el riesgo del encuentro con el rostro del
otro, con su presencia física que interpela, con su dolor y sus reclamos, con
su alegría que contagia en un constante cuerpo a cuerpo. La verdadera fe en el
Hijo de Dios hecho carne es inseparable del don de sí, de la pertenencia a la
comunidad, del servicio,
67 BENEDICTO
XVI, Homilía durante la Santa Misa de apertura del Año de la Fe (11
octubre 2012):
AAS 104
(2012), 881.
de la reconciliación con la carne de
los otros. El Hijo de Dios, en su encarnación, nos invitó a la revolución de la
ternura.
89.
El
aislamiento, que es una traducción del inmanentismo, puede expresarse en una
falsa autonomía que excluye a Dios, pero puede también encontrar en lo
religioso una forma de consumismo espiritual a la medida de su individualismo
enfermizo. La vuelta a lo sagrado y las búsquedas espirituales que caracterizan
a nuestra época son fenómenos ambiguos. Más que el ateísmo, hoy se nos plantea
el desafío de responder adecuadamente a la sed de Dios de mucha gente, para que
no busquen apagarla en propuestas alienantes o en un Jesucristo sin carne y sin
compromiso con el otro. Si no encuentran en la Iglesia una espiritualidad que
los sane, los libere, los llene de vida y de paz al mismo tiempo que los
convoque a la comunión solidaria y a la fecundidad misionera, terminarán
engañados por propuestas que no humanizan ni dan gloria a Dios.
90.
Las
formas propias de la religiosidad popular son encarnadas, porque han brotado de
la encarnación de la fe cristiana en una cultura popular. Por eso mismo
incluyen una relación personal, no con energías armonizadoras sino con Dios,
Jesucristo, María, un santo. Tienen carne, tienen rostros. Son aptas para
alimentar potencialidades relacionales y no tanto fugas individualistas. En
otros sectores de nuestras sociedades crece el aprecio por diversas formas de
«espiritualidad del bienestar» sin comunidad, por una «teología de la
prosperidad» sin compromisos fraternos o por experiencias subjetivas sin
rostros, que se reducen a una búsqueda interior inmanentista.
91. Un desafío importante es mostrar que
la solución nunca consistirá en escapar de una relación personal y comprometida
con Dios que al mismo tiempo nos comprometa con los otros. Eso es lo que hoy
sucede cuando los creyentes procuran esconderse y quitarse de encima a los
demás, y cuando sutilmente escapan de un lugar a otro o de una tarea a otra,
quedándose sin vínculos profundos y estables: «Imaginatio locorum et mutatio
multos fefellit».68 Es
un falso remedio que enferma el corazón, y a veces el cuerpo.
68 TOMÁS DE
KEMPIS, De Imitatione Christi, Liber Primus, IX, 5: «La
imaginación y mudanza de lugares engañó a muchos».
Hace
falta ayudar a reconocer que el único camino consiste en aprender a encontrarse
con los demás con la actitud adecuada, que es valorarlos y aceptarlos como
compañeros de camino, sin resistencias internas. Mejor todavía, se trata de
aprender a descubrir a Jesús en el rostro de los demás, en su voz, en sus
reclamos. También es aprender a sufrir en un abrazo con Jesús crucificado
cuando recibimos agresiones injustas o ingratitudes, sin cansarnos jamás de
optar por la fraternidad.69
92.
Allí está la verdadera sanación, ya que el modo de relacionarnos con los demás
que realmente nos sana en lugar de enfermarnos es una fraternidad mística,
contemplativa, que sabe mirar la grandeza sagrada del prójimo, que sabe
descubrir a Dios en cada ser humano, que sabe tolerar las molestias de la
convivencia aferrándose al amor de Dios, que sabe abrir el corazón al amor
divino para buscar la felicidad de los demás como la busca su Padre bueno.
Precisamente en esta época, y también allí donde son un «pequeño rebaño» (Lc
12,32), los discípulos del Señor son llamados a vivir como comunidad que sea
sal de la tierra y luz del mundo (cf. Mt 5,13-16). Son llamados a dar
testimonio de una pertenencia evangelizadora de manera siempre nueva.70 ¡No nos dejemos robar la comunidad!
No
a la mundanidad espiritual
93.
La mundanidad espiritual, que se esconde detrás de apariencias de religiosidad
e incluso de amor a la Iglesia, es buscar, en lugar de la gloria del Señor, la
gloria humana y el bienestar personal. Es lo que el Señor reprochaba a los
fariseos: «¿Cómo es posible que creáis, vosotros que os glorificáis unos a
otros y no os preocupáis por la gloria que sólo viene de
69 Vale el testimonio de Santa Teresa de
Lisieux, en su trato con aquella hermana que le resultaba particularmente
desagradable, donde una experiencia interior tuvo un impacto decisivo: «Una
tarde de invierno estaba yo cumpliendo, como de costumbre, mi dulce tarea para
con la hermana Saint-Pierre. Hacía frío, anochecía… De pronto, oí a lo lejos el
sonido armonioso de un instrumento musical. Entonces me imaginé un salón muy
bien iluminado, todo resplandeciente de ricos dorados; y en él, señoritas
elegantemente vestidas, prodigándose mutuamente cumplidos y cortesías mundanas.
Luego posé la mirada en la pobre enferma, a quien yo sostenía. En lugar de una
melodía, escuchaba de vez en cuando sus gemidos lastimeros […] Yo no puedo
expresar lo que pasó en mi alma. Lo único que sé es que el Señor la iluminó con
los rayos de la verdad, los cuales sobrepasaban de tal modo el brillo tenebroso
de las fiestas de la tierra, que no podía creer en mi felicidad» (SANTA TERESA
DE LISIEUX, Manuscrito C, 29 vº-30 rº, en Oeuvres
complètes, Paris 1992, 274-275).
70 Cf. Propositio 8.
Dios?»
(Jn 5,44). Es un modo sutil de buscar «sus propios intereses y no los de
Cristo Jesús» (Flp 2,21). Toma muchas formas, de acuerdo con el tipo de
personas y con los estamentos en los que se enquista. Por estar relacionada con
el cuidado de la apariencia, no siempre se conecta con pecados públicos, y por
fuera todo parece correcto. Pero, si invadiera la Iglesia, «sería infinitamente
más desastrosa que cualquiera otra mundanidad simplemente moral».71
94.
Esta
mundanidad puede alimentarse especialmente de dos maneras profundamente
emparentadas. Una es la fascinación del gnosticismo, una fe encerrada en el
subjetivismo, donde sólo interesa una determinada experiencia o una serie de
razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en
definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de
sus sentimientos. La otra es el neopelagianismo autorreferencial y prometeico
de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten
superiores a otros por cumplir determinadas normas o por ser inquebrantablemente
fieles a cierto estilo católico propio del pasado. Es una supuesta seguridad
doctrinal o disciplinaria que da lugar a un elitismo narcisista y autoritario,
donde en lugar de evangelizar lo que se hace es analizar y clasificar a los
demás, y en lugar de facilitar el acceso a la gracia se gastan las energías en
controlar. En los dos casos, ni Jesucristo ni los demás interesan
verdaderamente. Son manifestaciones de un inmanentismo antropocéntrico. No es
posible imaginar que de estas formas desvirtuadas de cristianismo pueda brotar
un auténtico dinamismo evangelizador.
95.
Esta
oscura mundanidad se manifiesta en muchas actitudes aparentemente opuestas pero
con la misma pretensión de «dominar el espacio de la Iglesia». En algunos hay
un cuidado ostentoso de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la
Iglesia, pero sin preocuparles que el Evangelio tenga una real inserción en el
Pueblo fiel de Dios y en las necesidades concretas de la historia. Así, la vida
de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos. En
otros, la misma mundanidad espiritual se esconde detrás de una fascinación por
mostrar
71 H. DE LUBAC, Méditation
sur l’Église, Paris 1968, 231.
conquistas
sociales y políticas, o en una vanagloria ligada a la gestión de asuntos
prácticos, o en un embeleso por las dinámicas de autoayuda y de realización
autorreferencial. También puede traducirse en diversas formas de mostrarse a sí
mismo en una densa vida social llena de salidas, reuniones, cenas, recepciones.
O bien se despliega en un funcionalismo empresarial, cargado de estadísticas,
planificaciones y evaluaciones, donde el principal beneficiario no es el Pueblo
de Dios sino la Iglesia como organización. En todos los casos, no lleva el
sello de Cristo encarnado, crucificado y resucitado, se encierra en grupos
elitistas, no sale realmente a buscar a los perdidos ni a las inmensas
multitudes sedientas de Cristo. Ya no hay fervor evangélico, sino el disfrute
espurio de una autocomplacencia egocéntrica.
96.
En
este contexto, se alimenta la vanagloria de quienes se conforman con tener
algún poder y prefieren ser generales de ejércitos derrotados antes que simples
soldados de un escuadrón que sigue luchando. ¡Cuántas
veces soñamos con planes apostólicos expansionistas, meticulosos y bien
dibujados, propios de generales derrotados! Así negamos nuestra historia de Iglesia, que es gloriosa
por ser historia de sacrificios, de esperanza, de lucha cotidiana, de vida
deshilachada en el servicio, de constancia en el trabajo que cansa, porque todo
trabajo es «sudor de nuestra frente». En cambio, nos entretenemos vanidosos
hablando sobre «lo que habría que hacer» –el pecado del «habriaqueísmo»– como
maestros espirituales y sabios pastorales que señalan desde afuera. Cultivamos
nuestra imaginación sin límites y perdemos contacto con la realidad sufrida de
nuestro pueblo fiel.
97. Quien ha caído en esta mundanidad
mira de arriba y de lejos, rechaza la profecía de los hermanos, descalifica a
quien lo cuestione, destaca constantemente los errores ajenos y se obsesiona
por la apariencia. Ha replegado la referencia del corazón al horizonte cerrado
de su inmanencia y sus intereses y, como consecuencia de esto, no aprende de
sus pecados ni está auténticamente abierto al perdón. Es una tremenda
corrupción con apariencia de bien. Hay que evitarla poniendo a la Iglesia en
movimiento de salida de sí, de misión centrada en Jesucristo, de entrega a los
pobres. ¡Dios nos libre de una Iglesia mundana bajo ropajes espirituales o
pastorales! Esta mundanidad asfixiante se sana tomándole el gusto al aire
puro
del Espíritu Santo, que nos libera de estar centrados en nosotros mismos,
escondidos en una apariencia religiosa vacía de Dios. ¡No nos dejemos robar el
Evangelio!
No
a la guerra entre nosotros
98.
Dentro
del Pueblo de Dios y en las distintas comunidades, ¡cuántas guerras! En el
barrio, en el puesto de trabajo, ¡cuántas guerras por envidias y celos, también
entre cristianos! La mundanidad espiritual lleva a algunos cristianos a estar
en guerra con otros cristianos que se interponen en su búsqueda de poder,
prestigio, placer o seguridad económica. Además, algunos dejan de vivir una
pertenencia cordial a la Iglesia por alimentar un espíritu de «internas». Más
que pertenecer a la Iglesia toda, con su rica diversidad, pertenecen a tal o
cual grupo que se siente diferente o especial.
99. El mundo está lacerado por las
guerras y la violencia, o herido por un difuso individualismo que divide a los
seres humanos y los enfrenta unos contra otros en pos del propio bienestar. En
diversos países resurgen enfrentamientos y viejas divisiones que se creían en
parte superadas. A los cristianos de todas las comunidades del mundo, quiero
pediros especialmente un testimonio de comunión fraterna que se vuelva
atractivo y resplandeciente. Que todos puedan admirar cómo os cuidáis unos a
otros, cómo os dais aliento mutuamente y cómo os acompañáis: «En esto
reconocerán que sois mis discípulos, en el amor que os tengáis unos a otros» (Jn
13,35). Es lo que con tantos deseos pedía Jesús al Padre: «Que sean uno en
nosotros […] para que el mundo crea» (Jn 17,21). ¡Atención a la
tentación de la envidia! ¡Estamos en la misma barca y vamos hacia el mismo
puerto! Pidamos la gracia de alegrarnos con los frutos ajenos, que son de
todos.
100.
A
los que están heridos por divisiones históricas, les resulta difícil aceptar
que los exhortemos al perdón y la reconciliación, ya que interpretan que
ignoramos su dolor, o que pretendemos hacerles perder la memoria y los ideales.
Pero si ven el testimonio de comunidades auténticamente fraternas y
reconciliadas, eso es siempre una luz que atrae.
Por ello me duele tanto comprobar
cómo en algunas comunidades cristianas, y aun entre personas consagradas,
consentimos diversas formas de odio, divisiones, calumnias, difamaciones,
venganzas, celos, deseos de imponer las propias ideas a costa de cualquier
cosa, y hasta persecuciones que parecen una implacable caza de brujas. ¿A quién
vamos a evangelizar con esos comportamientos?
101. Pidamos al Señor que nos haga
entender la ley del amor. ¡Qué bueno es tener esta ley! ¡Cuánto bien nos hace
amarnos los unos a los otros en contra de todo! Sí, ¡en contra de todo! A cada
uno de nosotros se dirige la exhortación paulina: «No te dejes vencer por el
mal, antes bien vence al mal con el bien» (Rm 12,21). Y también: «¡No
nos cansemos de hacer el bien!» (Ga 6,9). Todos tenemos simpatías y
antipatías, y quizás ahora mismo estamos enojados con alguno. Al menos digamos
al Señor: «Señor yo estoy enojado con éste, con aquélla. Yo te pido por él y
por ella». Rezar por aquel con el que estamos irritados es un hermoso paso en
el amor, y es un acto evangelizador. ¡Hagámoslo hoy! ¡No nos dejemos robar el
ideal del amor fraterno!
Otros desafíos eclesiales
102. Los laicos son simplemente la
inmensa mayoría del Pueblo de Dios. A su servicio está la minoría de los
ministros ordenados. Ha crecido la conciencia de la identidad y la misión del
laico en la Iglesia. Se cuenta con un numeroso laicado, aunque no suficiente,
con arraigado sentido de comunidad y una gran fidelidad en el compromiso de la
caridad, la catequesis, la celebración de la fe. Pero la toma de conciencia de
esta responsabilidad laical que nace del Bautismo y de la Confirmación no se
manifiesta de la misma manera en todas partes. En algunos casos porque no se
formaron para asumir responsabilidades importantes, en otros por no encontrar
espacio en sus Iglesias particulares para poder expresarse y actuar, a raíz de
un excesivo clericalismo que los mantiene al margen de las decisiones. Si bien
se percibe una mayor participación de muchos en los ministerios laicales, este
compromiso no se refleja en la penetración de los valores cristianos en el
mundo social, político y económico. Se limita muchas veces a las tareas
intraeclesiales sin un compromiso real por la
aplicación
del Evangelio a la transformación de la sociedad. La formación de laicos y la
evangelización de los grupos profesionales e intelectuales constituyen un
desafío pastoral importante.
103. La Iglesia reconoce el indispensable
aporte de la mujer en la sociedad, con una sensibilidad, una intuición y unas
capacidades peculiares que suelen ser más propias de las mujeres que de los
varones. Por ejemplo, la especial atención femenina hacia los otros, que se
expresa de un modo particular, aunque no exclusivo, en la maternidad. Reconozco
con gusto cómo muchas mujeres comparten responsabilidades pastorales junto con
los sacerdotes, contribuyen al acompañamiento de personas, de familias o de
grupos y brindan nuevos aportes a la reflexión teológica. Pero todavía es
necesario ampliar los espacios para una presencia femenina más incisiva en la
Iglesia. Porque «el genio femenino es necesario en todas las expresiones de la
vida social; por ello, se ha de garantizar la presencia de
las
mujeres también en el ámbito laboral»72
y en los diversos lugares donde se toman las decisiones importantes, tanto en
la Iglesia como en las estructuras sociales.
104. Las reivindicaciones de los legítimos
derechos de las mujeres, a partir de la firme convicción de que varón y mujer
tienen la misma dignidad, plantean a la Iglesia profundas preguntas que la
desafían y que no se pueden eludir superficialmente. El sacerdocio reservado a
los varones, como signo de Cristo Esposo que se entrega en la Eucaristía, es
una cuestión que no se pone en discusión, pero puede volverse particularmente
conflictiva si se identifica demasiado la potestad sacramental con el poder. No
hay que olvidar que cuando hablamos de la potestad sacerdotal «nos encontramos
en el ámbito de la función, no de la dignidad ni de la
santidad».73 El sacerdocio ministerial es uno de
los medios que Jesús utiliza al servicio de su pueblo, pero la gran dignidad
viene del Bautismo, que es accesible a todos. La configuración del sacerdote
con Cristo Cabeza –es decir, como fuente capital de la gracia– no implica una
exaltación que lo coloque por encima del resto. En la Iglesia las funciones «no
dan lugar a
72 PONTIFICIO CONSEJO
«JUSTICIA Y PAZ»,
Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 295.
73 JUAN PABLO II, Exhort.
ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988), 51: AAS
81 (1989), 493.
la
superioridad de
los unos sobre los otros».74 De hecho, una mujer, María, es más importante que
los obispos. Aun cuando la función del sacerdocio ministerial se considere
«jerárquica», hay que tener bien presente que «está ordenada totalmente
a la santidad de los miembros del Cuerpo místico de Cristo».75 Su clave y su eje no son el poder
entendido como dominio, sino la potestad de administrar el sacramento de la
Eucaristía; de aquí deriva su autoridad, que es siempre un servicio al pueblo.
Aquí hay un gran desafío para los pastores y para los teólogos, que podrían
ayudar a reconocer mejor lo que esto implica con respecto al posible lugar de
la mujer allí donde se toman decisiones importantes, en los diversos ámbitos de
la Iglesia.
105.
La
pastoral juvenil, tal como estábamos acostumbrados a desarrollarla, ha sufrido
el embate de los cambios sociales. Los jóvenes, en las estructuras
habituales, no suelen encontrar respuestas a sus inquietudes, necesidades,
problemáticas y heridas. A los adultos nos cuesta escucharlos con paciencia,
comprender sus inquietudes o sus reclamos, y aprender a hablarles en el
lenguaje que ellos comprenden. Por
esa misma razón, las propuestas educativas no producen los frutos esperados. La
proliferación y crecimiento de asociaciones y movimientos predominantemente
juveniles pueden interpretarse como una acción del Espíritu que abre caminos
nuevos acordes a sus expectativas y búsquedas de espiritualidad profunda y de
un sentido de pertenencia más concreto. Se hace necesario, sin embargo, ahondar
en la participación de éstos en la pastoral de conjunto de la Iglesia.76
106.
Aunque
no siempre es fácil abordar a los jóvenes, se creció en dos aspectos: la
conciencia de que toda la comunidad los evangeliza y educa, y la urgencia de
que ellos tengan un protagonismo mayor. Cabe reconocer que, en el contexto
actual de crisis del compromiso y de los lazos comunitarios, son muchos los
jóvenes que se solidarizan ante los males del mundo y se embarcan en diversas
formas de militancia y voluntariado.
74 CONGREGACIÓN PARA LA DOCTRINA
DE LA FE,
Declaración Inter Insigniores, sobre la cuestión de la admisión de la
mujer al sacerdocio ministerial (15 octubre 1976), VI: AAS 69 (1977)
115, citada en JUAN PABLO
II, Exhort. ap. postsinodal Christifideles laici (30 diciembre 1988),
51, nota 190: AAS
81 (1989), 493.
75 JUAN
PABLO II, Carta ap. Mulieris dignitatem (15 agosto
1988), 27: AAS 80 (1988), 1718.
76 Cf. Propositio 51.
Algunos
participan en la vida de la Iglesia, integran grupos de servicio y diversas
iniciativas misioneras en sus propias diócesis o en otros lugares. ¡Qué bueno
es que los jóvenes sean «callejeros de la fe», felices de llevar a Jesucristo a
cada esquina, a cada plaza, a cada rincón de la tierra!
107. En muchos lugares escasean las
vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. Frecuentemente esto se debe a
la ausencia en las comunidades de un fervor apostólico contagioso, lo cual no
entusiasma ni suscita atractivo. Donde hay vida, fervor, ganas de llevar a
Cristo a los demás, surgen vocaciones genuinas. Aun en parroquias donde los
sacerdotes son poco entregados y alegres, es la vida fraterna y fervorosa de la
comunidad la que despierta el deseo de consagrarse enteramente a Dios y a la
evangelización, sobre todo si esa comunidad viva ora insistentemente por las
vocaciones y se atreve a proponer a sus jóvenes un camino de especial
consagración. Por otra parte, a pesar de la escasez vocacional, hoy se tiene
más clara conciencia de la necesidad de una mejor selección de los candidatos
al sacerdocio. No se pueden llenar los seminarios con cualquier tipo de
motivaciones, y menos si éstas se relacionan con inseguridades afectivas,
búsquedas de formas de poder, glorias humanas o bienestar económico.
108. Como ya dije, no he intentado ofrecer
un diagnóstico completo, pero invito a las comunidades a completar y enriquecer
estas perspectivas a partir de la conciencia de sus desafíos propios y
cercanos. Espero que, cuando lo hagan, tengan en cuenta que, cada vez que
intentamos leer en la realidad actual los signos de los tiempos, es conveniente
escuchar a los jóvenes y a los ancianos. Ambos son la esperanza de los pueblos.
Los ancianos aportan la memoria y la sabiduría de la experiencia, que invita a
no repetir tontamente los mismos errores del pasado. Los jóvenes nos llaman a
despertar y acrecentar la esperanza, porque llevan en sí las nuevas tendencias
de la humanidad y nos abren al futuro, de manera que no nos quedemos anclados
en la nostalgia de estructuras y costumbres que ya no son cauces de vida en el
mundo actual.
109. Los desafíos están para superarlos.
Seamos realistas, pero sin perder la alegría, la audacia y la entrega
esperanzada. ¡No nos dejemos robar la fuerza misionera!
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