Capítulo
quinto
Evangelizadores
con Espíritu
259.
Evangelizadores
con Espíritu quiere decir evangelizadores que se abren sin temor a la acción
del Espíritu Santo. En Pentecostés, el Espíritu hace salir de sí mismos a los
Apóstoles y los transforma en anunciadores de las grandezas de Dios, que cada
uno comienza a entender en su propia lengua. El Espíritu Santo, además, infunde
la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia (parresía),
en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente. Invoquémoslo
hoy, bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de
quedarse vacía y el anuncio finalmente carece de alma. Jesús quiere
evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre
todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios.
260.
En
este último capítulo no ofreceré una síntesis de la espiritualidad cristiana,
ni desarrollaré grandes temas como la oración, la adoración eucarística o la
celebración de la fe, sobre los cuales tenemos ya valiosos textos magisteriales
y célebres escritos de grandes autores. No pretendo reemplazar ni superar tanta
riqueza. Simplemente propondré algunas reflexiones acerca del espíritu de la
nueva evangelización.
261.
Cuando
se dice que algo tiene «espíritu», esto suele indicar unos móviles interiores
que impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria.
Una evangelización con espíritu es muy diferente de un conjunto de tareas
vividas como una obligación pesada que simplemente se tolera, o se sobrelleva
como algo que contradice las propias inclinaciones y deseos. ¡Cómo quisiera
encontrar las palabras para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa,
alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero
sé que ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego
del Espíritu. En definitiva, una evangelización con espíritu es una
evangelización con Espíritu Santo, ya que Él es el alma de la Iglesia
evangelizadora. Antes de proponeros algunas motivaciones y sugerencias
espirituales, invoco una vez más al Espíritu Santo; le ruego que venga a
renovar, a sacudir, a
impulsar a la Iglesia en una audaz
salida fuera de sí para evangelizar a todos los pueblos.
I.
Motivaciones para un renovado impulso misionero
262. Evangelizadores con Espíritu quiere
decir evangelizadores que oran y trabajan. Desde el punto de vista de la
evangelización, no sirven ni las propuestas místicas sin un fuerte compromiso
social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o pastorales sin una
espiritualidad que transforme el corazón. Esas propuestas parciales y desintegradoras
sólo llegan a grupos reducidos y no tienen fuerza de amplia penetración, porque
mutilan el Evangelio. Siempre hace falta cultivar un espacio interior que
otorgue
sentido cristiano al compromiso y a la actividad.205 Sin momentos detenidos de adoración,
de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas
fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las
dificultades, y el fervor se apaga. La Iglesia necesita imperiosamente el
pulmón de la oración, y me alegra enormemente que se multipliquen en todas las
instituciones eclesiales los grupos de oración, de intercesión, de lectura
orante de la Palabra, las adoraciones perpetuas de la Eucaristía. Al mismo
tiempo, «se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e
individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad y con
la lógica de la
Encarnación».206 Existe el riesgo de que algunos
momentos de oración se conviertan en excusa para no entregar la vida en la
misión, porque la privatización del estilo de vida puede llevar a los
cristianos a refugiarse en alguna falsa espiritualidad.
263. Es sano acordarse de los primeros
cristianos y de tantos hermanos a lo largo de la historia que estuvieron
cargados de alegría, llenos de coraje, incansables en el anuncio y capaces de
una gran resistencia activa. Hay quienes se consuelan diciendo que hoy es más
difícil; sin embargo, reconozcamos que las circunstancias del Imperio romano no
eran favorables al anuncio del Evangelio, ni a la lucha por la justicia, ni a
la
205 Cf. Propositio 36.
206 JUAN
PABLO II, Carta ap. Novo Millennio ineunte (6 enero
2001), 52: AAS 93 (2001), 304.
defensa de la dignidad humana. En
todos los momentos de la historia están presentes la debilidad humana, la búsqueda
enfermiza de sí mismo, el egoísmo cómodo y, en definitiva, la concupiscencia
que nos acecha a todos. Eso está siempre, con un ropaje o con otro; viene del
límite humano más que de las circunstancias. Entonces, no digamos que hoy es
más difícil; es distinto. Pero aprendamos de los santos que nos han precedido y
enfrentaron las dificultades propias de su época. Para ello, os propongo que
nos detengamos a recuperar algunas motivaciones que nos ayuden a imitarlos hoy.207
El encuentro personal con el amor de Jesús que nos salva
264. La primera motivación para
evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa experiencia de ser
salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero ¿qué amor es ese que
no siente la necesidad de hablar del ser amado, de mostrarlo, de hacerlo
conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo, necesitamos detenernos
en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos. Nos hace falta clamar
cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón frío y sacuda nuestra
vida tibia y superficial. Puestos ante Él con el corazón abierto, dejando que
Él nos contemple, reconocemos esa mirada de amor que descubrió Natanael el día
que Jesús se hizo presente y le dijo: «Cuando estabas debajo de la higuera, te
vi» (Jn 1,48). ¡Qué dulce es estar frente a un crucifijo, o de rodillas
delante del Santísimo, y simplemente ser ante sus ojos! ¡Cuánto bien nos hace
dejar que Él vuelva a tocar nuestra existencia y nos lance a comunicar su vida
nueva! Entonces, lo que ocurre es que, en definitiva, «lo que hemos visto y
oído es lo que anunciamos» (1 Jn 1,3). La mejor motivación para
decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con amor, es detenerse en
sus páginas y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de esa manera, su belleza nos
asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez. Para eso urge recobrar un
espíritu contemplativo, que nos permita redescubrir cada día que somos
depositarios de un bien que humaniza, que ayuda a llevar una vida nueva. No hay
nada mejor para transmitir a los demás.
207 Cf. V. M. FERNÁNDEZ, «Espiritualidad para la esperanza
activa». Acto de apertura del I Congreso Nacional de Doctrina social de la
Iglesia, Rosario (Argentina), 2011: UCActualidad 142 (2011), 16.
265. Toda la vida de Jesús, su forma de
tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia, su generosidad cotidiana y
sencilla, y finalmente su entrega total, todo es precioso y le habla a la
propia vida. Cada vez que uno vuelve a descubrirlo, se convence de que eso
mismo es lo que los demás necesitan, aunque no lo reconozcan: «Lo que vosotros
adoráis sin conocer es lo que os vengo a anunciar» (Hch 17,23). A veces
perdemos el entusiasmo por la misión al olvidar que el Evangelio responde a
las necesidades más profundas de las personas, porque todos hemos
sido creados para lo que el Evangelio nos propone: la amistad con Jesús
y el amor fraterno. Cuando se logra expresar adecuadamente y con belleza el
contenido esencial del Evangelio, seguramente ese mensaje hablará a las
búsquedas más hondas de los corazones: «El misionero está convencido de que
existe ya en las personas y en los pueblos, por la acción del Espíritu, una
espera, aunque sea inconsciente, por conocer la verdad sobre Dios, sobre el
hombre, sobre el camino que lleva a la liberación del pecado y de la muerte. El
entusiasmo por anunciar a Cristo deriva de la convicción de
responder a esta esperanza».208
El
entusiasmo evangelizador se fundamenta en esta convicción. Tenemos un tesoro de
vida y de amor que es lo que no puede engañar, el mensaje que no puede
manipular ni desilusionar. Es una respuesta que cae en lo más hondo del ser
humano y que puede sostenerlo y elevarlo. Es la verdad que no pasa de moda
porque es capaz de penetrar allí donde nada más puede llegar. Nuestra tristeza
infinita sólo se cura con un infinito amor.
266.
Pero
esa convicción se sostiene con la propia experiencia, constantemente renovada,
de gustar su amistad y su mensaje. No se puede perseverar en una evangelización
fervorosa si uno no sigue convencido, por experiencia propia, de que no es lo
mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él
que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra,
no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder hacerlo.
No es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que hacerlo sólo
con la propia razón. Sabemos bien que la vida con Él se vuelve mucho más
208 JUAN PABLO II, Carta enc. Redemptoris missio (7 diciembre
1990), 45: AAS 83 (1991), 292.
plena y que con Él es más fácil
encontrarle un sentido a todo. Por eso evangelizamos. El verdadero misionero,
que nunca deja de ser discípulo, sabe que Jesús camina con él, habla con él,
respira con él, trabaja con él. Percibe a Jesús vivo con él en medio de la
tarea misionera. Si uno no lo descubre a Él presente en el corazón mismo de la
entrega misionera, pronto pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que
transmite, le falta fuerza y pasión. Y una persona que no está convencida, entusiasmada,
segura, enamorada, no convence a nadie.
267. Unidos a Jesús, buscamos lo que
Él busca, amamos lo que Él ama. En definitiva, lo que buscamos es la gloria del
Padre, vivimos y actuamos «para alabanza de la gloria de su gracia» (Ef
1,6). Si queremos entregarnos a fondo y con constancia, tenemos que ir más allá
de cualquier otra motivación. Éste es el móvil definitivo, el más profundo, el
más grande, la razón y el sentido final de todo lo demás. Se trata de la gloria
del Padre que Jesús buscó durante toda su existencia. Él es el Hijo eternamente
feliz con todo su ser «hacia el seno del Padre» (Jn 1,18). Si somos
misioneros, es ante todo porque Jesús nos ha dicho: «La gloria de mi Padre
consiste en que deis fruto abundante» (Jn 15,8). Más allá de que nos
convenga o no, nos interese o no, nos sirva o no, más allá de los límites
pequeños de nuestros deseos, nuestra comprensión y nuestras motivaciones,
evangelizamos para la mayor gloria del Padre que nos ama.
El gusto espiritual de ser pueblo
268. La Palabra de Dios también nos
invita a reconocer que somos pueblo: «Vosotros, que en otro tiempo no erais
pueblo, ahora sois pueblo de Dios» (1 Pe 2,10). Para ser evangelizadores
de alma también hace falta desarrollar el gusto espiritual de estar cerca de la
vida de la gente, hasta el punto de descubrir que eso es fuente de un gozo
superior. La misión es una pasión por Jesús pero, al mismo tiempo, una pasión
por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado, reconocemos todo su
amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si no somos ciegos,
empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se dirige llena de
cariño y de ardor hacia todo su pueblo. Así redescubrimos que Él nos quiere
tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su pueblo amado.
Nos toma de en medio del pueblo y nos
envía al pueblo, de tal modo que nuestra identidad no se entiende sin esta
pertenencia.
269.
Jesús
mismo es el modelo de esta opción evangelizadora que nos introduce en el
corazón del pueblo. ¡Qué bien nos hace mirarlo cercano a todos! Si hablaba con
alguien, miraba sus ojos con una profunda atención amorosa: «Jesús lo miró con
cariño» (Mc 10,21). Lo vemos accesible cuando se acerca al ciego del
camino (cf. Mc 10,46-52), y cuando come y bebe con los pecadores (cf. Mc
2,16), sin importarle que lo traten de comilón y borracho (cf. Mt
11,19). Lo vemos disponible cuando deja que una mujer prostituta unja sus pies
(cf. Lc 7,36-50) o cuando recibe de noche a Nicodemo (cf. Jn
3,1-15). La entrega de Jesús en la cruz no es más que la culminación de ese
estilo que marcó toda su existencia. Cautivados por ese modelo, deseamos
integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con todos, escuchamos
sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con ellos en sus
necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con los que
lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a codo
con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta, sino como
una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad.
270.
A
veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente
distancia de las llagas del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria
humana, que toquemos la carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a
buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a
distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar
en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de
la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente
y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a
un pueblo.
271. Es verdad que, en nuestra relación
con el mundo, se nos invita a dar razón de nuestra esperanza, pero no como
enemigos que señalan y condenan. Se nos advierte muy claramente: «Hacedlo con
dulzura y respeto» (1 Pe 3,16), y «en lo posible y en cuanto de vosotros
dependa, en
paz
con todos los hombres» (Rm 12,18). También se nos exhorta a tratar de
vencer «el mal con el bien» (Rm 12,21), sin cansarnos «de hacer el bien»
(Ga 6,9) y sin pretender aparecer como superiores, sino «considerando a
los demás como superiores a uno mismo» (Flp 2,3). De hecho, los Apóstoles
del Señor gozaban de «la simpatía de todo el pueblo» (Hch 2,47; 4,21.33;
5,13). Queda claro que Jesucristo no nos quiere príncipes que miran
despectivamente, sino hombres y mujeres de pueblo. Ésta no es la opinión de un
Papa ni una opción pastoral entre otras posibles; son indicaciones de la
Palabra de Dios tan claras, directas y contundentes que no necesitan
interpretaciones que les quiten fuerza interpelante. Vivámoslas «sine glossa»,
sin comentarios. De ese modo, experimentaremos el gozo misionero de
compartir la vida con el pueblo fiel a Dios tratando de encender el fuego en el
corazón del mundo.
272.
El amor a la gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con
Dios hasta el punto de que quien no ama al hermano «camina en las tinieblas» (1
Jn 2,11), «permanece en la muerte» (1 Jn 3,14) y «no ha conocido a
Dios» (1 Jn 4,8). Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el
prójimo nos convierte también en ciegos ante Dios»,209 y que el amor es en el fondo la única
luz que «ilumina constantemente a un mundo oscuro y nos da la fuerza para vivir
y actuar».210 Por lo tanto, cuando vivimos la
mística de acercarnos a los demás y de buscar su bien, ampliamos nuestro
interior para recibir los más hermosos regalos del Señor. Cada vez que nos
encontramos con un ser humano en el amor, quedamos capacitados para descubrir
algo nuevo de Dios. Cada vez que se nos abren los ojos para reconocer al otro,
se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios. Como consecuencia de esto, si
queremos crecer en la vida espiritual, no podemos dejar de ser misioneros. La
tarea evangelizadora enriquece la mente y el corazón, nos abre horizontes
espirituales, nos hace más sensibles para reconocer la acción del Espíritu, nos
saca de nuestros esquemas espirituales limitados. Simultáneamente, un misionero
entregado experimenta el gusto de ser un manantial, que desborda y refresca a
los demás. Sólo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien
de los demás, deseando la felicidad de los
209 BENEDICTO XVI, Carta enc. Deus caritas est (25 diciembre
2005), 16: AAS 98 (2006), 230.
210 Ibíd., 39: AAS 98 (2006), 250.
otros.
Esa apertura del corazón es fuente de felicidad, porque «hay más alegría en dar
que en recibir» (Hch 20,35). Uno no vive mejor si escapa de los demás,
si se esconde, si se niega a compartir, si se resiste a dar, si se encierra en
la comodidad. Eso no es más que un lento suicidio.
273. La misión en el corazón del pueblo no
es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar; no es un apéndice o
un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo arrancar de mi ser si
no quiero destruirme. Yo soy una misión en esta tierra, y para eso estoy
en este mundo. Hay que reconocerse a sí mismo como marcado a fuego por esa
misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar, sanar, liberar. Allí aparece
la enfermera de alma, el docente de alma, el político de alma, esos que han
decidido a fondo ser con los demás y para los demás. Pero si uno separa la
tarea por una parte y la propia privacidad por otra, todo se vuelve gris y
estará permanentemente buscando reconocimientos o defendiendo sus propias
necesidades. Dejará de ser pueblo.
274.
Para
compartir la vida con la gente y entregarnos generosamente, necesitamos
reconocer también que cada persona es digna de nuestra entrega. No por su
aspecto físico, por sus capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad o por
las satisfacciones que nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura suya.
Él la creó a su imagen, y refleja algo de su gloria. Todo ser humano es objeto
de la ternura infinita del Señor, y Él mismo habita en su vida. Jesucristo dio
su preciosa sangre en la cruz por esa persona. Más allá de toda apariencia,
cada uno es inmensamente sagrado y merece nuestro cariño y nuestra
entrega. Por ello, si logro ayudar a una sola persona a vivir mejor,
eso ya justifica la entrega de mi vida. Es lindo ser pueblo fiel de Dios. ¡Y
alcanzamos plenitud cuando rompemos las paredes y el corazón se nos llena de
rostros y de nombres!
La
acción misteriosa del Resucitado y de su Espíritu
275.
En el capítulo segundo reflexionábamos sobre esa falta de espiritualidad
profunda que se traduce en el pesimismo, el fatalismo, la desconfianza. Algunas
personas no se entregan a la misión, pues creen que nada puede cambiar y
entonces para ellos es inútil esforzarse. Piensan así:
«¿Para
qué me voy a privar de mis comodidades y placeres si no voy a ver ningún
resultado importante?». Con esa actitud se vuelve imposible ser misioneros. Tal
actitud es precisamente una excusa maligna para quedarse encerrados en la
comodidad, la flojera, la tristeza insatisfecha, el vacío egoísta. Se trata de
una actitud autodestructiva porque «el hombre no puede vivir sin esperanza: su
vida, condenada a la insignificancia, se volvería insoportable».211 Si pensamos que las cosas no van a
cambiar, recordemos que Jesucristo ha triunfado sobre el pecado y la muerte y
está lleno de poder. Jesucristo verdaderamente vive. De otro modo, «si Cristo
no resucitó, nuestra predicación está vacía» (1 Co 15,14). El Evangelio
nos relata que cuando los primeros discípulos salieron a predicar, «el Señor
colaboraba con ellos y confirmaba la Palabra» (Mc 16,20). Eso también
sucede hoy. Se nos invita a descubrirlo, a vivirlo. Cristo resucitado y
glorioso es la fuente profunda de nuestra esperanza, y no nos faltará su ayuda
para cumplir la misión que nos encomienda.
276. Su resurrección no es algo del
pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo. Donde parece que
todo ha muerto, por todas partes vuelven a aparecer los brotes de la
resurrección. Es una fuerza imparable. Verdad que
muchas veces parece que Dios no existiera: vemos injusticias, maldades,
indiferencias y crueldades que no ceden. Pero también es cierto que en medio de la oscuridad siempre
comienza a brotar algo nuevo, que tarde o temprano produce un fruto. En un
campo arrasado vuelve a aparecer la vida, tozuda e invencible. Habrá muchas
cosas negras, pero el bien siempre tiende a volver a brotar y a difundirse.
Cada día en el mundo renace la belleza, que resucita transformada a través de
las tormentas de la historia. Los valores tienden siempre a reaparecer de
nuevas maneras, y de hecho el ser humano ha renacido muchas veces de lo que
parecía irreversible. Ésa es la fuerza de la resurrección y cada evangelizador
es un instrumento de ese dinamismo.
277. También aparecen constantemente
nuevas dificultades, la experiencia del fracaso, las pequeñeces humanas que
tanto duelen. Todos sabemos por
experiencia que
a veces una
tarea no brinda
las satisfacciones que
211 II ASAMBLEA ESPECIAL PARA EUROPA
DEL SÍNODO DE LOS OBISPOS, Mensaje final, 1: L´Osservatore
Romano, ed.
semanal en lengua española (29 octubre 1999), 10.
desearíamos,
los frutos son reducidos y los cambios son lentos, y uno tiene la tentación de
cansarse. Sin embargo, no es lo mismo cuando uno, por cansancio, baja
momentáneamente los brazos que cuando los baja definitivamente dominado por un
descontento crónico, por una acedia que le seca el alma. Puede suceder que el
corazón se canse de luchar porque en definitiva se busca a sí mismo en un
carrerismo sediento de reconocimientos, aplausos, premios, puestos; entonces,
uno no baja los brazos, pero ya no tiene garra, le falta resurrección. Así, el
Evangelio, que es el mensaje más hermoso que tiene este mundo, queda sepultado
debajo de muchas excusas.
278. La fe es también creerle a Él, creer
que es verdad que nos ama, que vive, que es capaz de intervenir
misteriosamente, que no nos abandona, que saca bien del mal con su poder y con
su infinita creatividad. Es creer que Él marcha victorioso en la historia «en
unión con los suyos, los llamados, los elegidos y los fieles» (Ap
17,14). Creámosle al Evangelio que dice que el Reino de Dios ya está presente
en el mundo, y está desarrollándose aquí y allá, de diversas maneras: como la
semilla pequeña que puede llegar a convertirse en un gran árbol (cf. Mt
13,31-32), como el puñado de levadura, que fermenta una gran masa (cf. Mt
13,33), y como la buena semilla que crece en medio de la cizaña (cf. Mt
13,24-30), y siempre puede sorprendernos gratamente. Ahí está, viene otra vez,
lucha por florecer de nuevo. La resurrección de Cristo provoca por todas partes
gérmenes de ese mundo nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir, porque la
resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque
Jesús no ha resucitado en vano. ¡No nos quedemos al margen de esa marcha de la
esperanza viva!
279.
Como
no siempre vemos esos brotes, nos hace falta una certeza interior y es la
convicción de que Dios puede actuar en cualquier circunstancia, también en
medio de aparentes fracasos, porque «llevamos este tesoro en recipientes de
barro» (2 Co 4,7). Esta certeza es lo que se llama «sentido de
misterio». Es saber con certeza que quien se ofrece y se entrega a Dios
por amor seguramente será fecundo (cf. Jn 15,5). Tal
fecundidad es muchas veces invisible, inaferrable, no puede ser contabilizada. Uno sabe bien que su vida dará
frutos, pero sin pretender
saber cómo, ni dónde, ni cuándo.
Tiene la seguridad de que no se pierde ninguno de sus trabajos realizados con
amor, no se pierde ninguna de sus preocupaciones sinceras por los demás, no se
pierde ningún acto de amor a Dios, no se pierde ningún cansancio generoso, no
se pierde ninguna dolorosa paciencia. Todo eso da vueltas por el mundo como una
fuerza de vida. A veces nos parece que nuestra tarea no ha logrado ningún
resultado, pero la misión no es un negocio ni un proyecto empresarial, no es
tampoco una organización humanitaria, no es un espectáculo para contar cuánta
gente asistió gracias a nuestra propaganda; es algo mucho más profundo, que
escapa a toda medida. Quizás el Señor toma nuestra entrega para derramar
bendiciones en otro lugar del mundo donde nosotros nunca iremos. El Espíritu
Santo obra como quiere, cuando quiere y donde quiere; nosotros nos entregamos
pero sin pretender ver resultados llamativos. Sólo sabemos que nuestra entrega
es necesaria. Aprendamos a descansar en la ternura de los brazos del Padre en
medio de la entrega creativa y generosa. Sigamos adelante, démoslo todo, pero
dejemos que sea Él quien haga fecundos nuestros esfuerzos como a Él le parezca.
280. Para mantener vivo el ardor
misionero hace falta una decidida confianza en el Espíritu Santo, porque Él
«viene en ayuda de nuestra debilidad» (Rm 8,26). Pero esa confianza
generosa tiene que alimentarse y para eso necesitamos invocarlo constantemente.
Él puede sanar todo lo que nos debilita en el empeño misionero. Es verdad que
esta confianza en lo invisible puede producirnos cierto vértigo: es como
sumergirse en un mar donde no sabemos qué vamos a encontrar. Yo mismo lo
experimenté tantas veces. Pero no hay mayor libertad que la de dejarse llevar
por el Espíritu, renunciar a calcularlo y controlarlo todo, y permitir que Él
nos ilumine, nos guíe, nos oriente, nos impulse hacia donde Él quiera. Él sabe
bien lo que hace falta en cada época y en cada momento. ¡Esto se llama ser
misteriosamente fecundos!
La fuerza misionera de la intercesión
281. Hay una forma de oración que nos
estimula particularmente a la entrega evangelizadora y nos motiva a buscar el
bien de los demás: es la intercesión. Miremos por un momento el interior de un
gran evangelizador
como
san Pablo, para percibir cómo era su oración. Esa oración estaba llena de seres
humanos: «En todas mis oraciones siempre pido con alegría por todos vosotros
[...] porque os llevo dentro de mi corazón» (Flp 1,4.7). Así descubrimos
que interceder no nos aparta de la verdadera contemplación, porque la
contemplación que deja fuera a los demás es un engaño.
282.
Esta
actitud se convierte también en agradecimiento a Dios por los demás: «Ante
todo, doy gracias a mi Dios por medio de Jesucristo por todos vosotros» (Rm
1,8). Es un agradecimiento constante: «Doy gracias a Dios sin cesar por
todos vosotros a causa de la gracia de Dios que os ha sido otorgada en
Cristo Jesús» (1 Co 1,4); «Doy gracias a mi Dios todas las veces
que me acuerdo de vosotros» (Flp 1,3). No es una mirada incrédula,
negativa y desesperanzada, sino una mirada espiritual, de profunda fe, que
reconoce lo que Dios mismo hace en ellos. Al mismo tiempo, es la gratitud que
brota de un corazón verdaderamente atento a los demás. De esa forma, cuando un
evangelizador sale de la oración, el corazón se le ha vuelto más generoso, se
ha liberado de la conciencia aislada y está deseoso de hacer el bien y de
compartir la vida con los demás.
283. Los grandes
hombres y mujeres de Dios fueron grandes intercesores. La intercesión es como «levadura» en
el seno de la Trinidad. Es un adentrarnos en el Padre y descubrir nuevas
dimensiones que iluminan las situaciones concretas y las cambian. Podemos decir
que el corazón de Dios se conmueve por la intercesión, pero en realidad Él
siempre nos gana de mano, y lo que posibilitamos con nuestra intercesión es que
su poder, su amor y su lealtad se manifiesten con mayor nitidez en el pueblo.
II.
María, la Madre de la evangelización
284.
Con el Espíritu Santo, en medio del pueblo siempre está María. Ella reunía a
los discípulos para invocarlo (Hch 1,14), y así hizo posible la
explosión misionera que se produjo en Pentecostés. Ella es la Madre de la
Iglesia evangelizadora y sin ella no terminamos de comprender el espíritu de la
nueva evangelización.
El regalo de Jesús a su pueblo
285. En la cruz, cuando Cristo sufría en
su carne el dramático encuentro entre el pecado del mundo y la misericordia
divina, pudo ver a sus pies la consoladora presencia de la Madre y del amigo.
En ese crucial instante, antes de dar por consumada la obra que el Padre le
había encargado, Jesús le dijo a María: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego le
dijo al amigo amado: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,26-27). Estas
palabras de Jesús al borde de la muerte no expresan primeramente una
preocupación piadosa hacia su madre, sino que son más bien una fórmula de
revelación que manifiesta el misterio de una especial misión salvífica. Jesús
nos dejaba a su madre como madre nuestra. Sólo después de hacer esto Jesús pudo
sentir que «todo está cumplido» (Jn 19,28). Al pie de la cruz, en la
hora suprema de la nueva creación, Cristo nos lleva a María. Él nos lleva a
ella, porque no quiere que caminemos sin una madre, y el pueblo lee en esa
imagen materna todos los misterios del Evangelio. Al Señor no le agrada que
falte a su Iglesia el icono femenino. Ella, que lo engendró con tanta fe,
también acompaña «al resto de sus hijos, los que guardan los mandamientos de
Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,17). La íntima conexión
entre María, la Iglesia y cada fiel, en cuanto que, de diversas maneras,
engendran a Cristo, ha sido bellamente expresada por el beato Isaac de Stella:
«En las Escrituras divinamente inspiradas, lo que se entiende en general de la
Iglesia, virgen y madre, se entiende en particular de la Virgen María […]
También se puede decir que cada alma fiel es esposa del Verbo de Dios, madre de
Cristo, hija y hermana, virgen y madre fecunda […] Cristo permaneció nueve
meses en el seno de María; permanecerá en el tabernáculo de la fe de la Iglesia
hasta la consumación de los siglos; y en el conocimiento y en el amor del alma
fiel por los siglos de los siglos».212
286. María es la que sabe transformar una
cueva de animales en la casa de Jesús, con unos pobres pañales y una montaña de
ternura. Ella es la esclavita del Padre que se estremece en la alabanza. Ella
es la amiga siempre atenta para que no falte el vino en nuestras vidas. Ella es
la del corazón abierto por la espada, que comprende todas las penas. Como
212 ISAAC DE STELLA, Sermo
51: PL 194, 1863.1865.
madre
de todos, es signo de esperanza para los pueblos que sufren dolores de parto
hasta que brote la justicia. Ella es la misionera que se acerca a nosotros para
acompañarnos por la vida, abriendo los corazones a la fe con su cariño materno.
Como una verdadera madre, ella camina con nosotros, lucha con nosotros, y
derrama incesantemente la cercanía del amor de Dios. A través de las distintas
advocaciones marianas, ligadas generalmente a los santuarios, comparte las
historias de cada pueblo que ha recibido el Evangelio, y entra a formar parte
de su identidad histórica. Muchos padres cristianos piden el Bautismo para sus
hijos en un santuario mariano, con lo cual manifiestan la fe en la acción
maternal de María que engendra nuevos hijos para Dios. Es allí, en los
santuarios, donde puede percibirse cómo María reúne a su alrededor a los hijos
que peregrinan con mucho esfuerzo para mirarla y dejarse mirar por ella. Allí
encuentran la fuerza de Dios para sobrellevar los sufrimientos y cansancios de
la vida. Como a san Juan Diego, María les da la caricia de su consuelo maternal
y les dice al oído: «No se turbe tu corazón […] ¿No estoy yo aquí, que soy tu
Madre?».213
La
Estrella de la nueva evangelización
287.
A la Madre del Evangelio viviente le pedimos que interceda para que esta
invitación a una nueva etapa evangelizadora sea acogida por toda la comunidad
eclesial. Ella es la mujer de fe, que vive y camina en la fe,214 y «su excepcional peregrinación de
la fe representa un punto de referencia constante para la Iglesia».215 Ella se dejó conducir por el
Espíritu, en un itinerario de fe, hacia un destino de servicio y fecundidad.
Nosotros hoy fijamos en ella la mirada, para que nos ayude a anunciar a todos
el mensaje de salvación, y para que los nuevos discípulos se conviertan en
agentes evangelizadores.216 En esta peregrinación evangelizadora
no faltan las etapas de aridez, ocultamiento, y hasta cierta fatiga, como la
que vivió María en los años de Nazaret, mientras Jesús crecía: «Éste es el comienzo
del Evangelio, o sea de la buena y agradable nueva. No es difícil notar en este
inicio una particular fatiga del corazón, unida a una especie de “noche
213 Nican Mopohua,
118-119.
214 Cf. CONC. ECUM. VAT. II, Const.
dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, cap. VIII, 52-69.
215 JUAN
PABLO II, Carta enc. Redemptoris Mater (25 marzo 1987),
6: AAS 79 (1987), 366.
216 Cf. Propositio 58.
de la fe” –usando una expresión de
san Juan de la Cruz–, como un “velo” a través del cual hay que acercarse al
Invisible y vivir en intimidad con el misterio. Pues de este modo María,
durante muchos años, permaneció en intimidad con el misterio de su Hijo, y
avanzaba en su itinerario de fe».217
288. Hay un estilo mariano en la
actividad evangelizadora de la Iglesia. Porque cada vez que miramos a María
volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos
que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los
fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes. Mirándola
descubrimos que la misma que alababa a Dios porque «derribó de su trono a los
poderosos» y «despidió vacíos a los ricos» (Lc 1,52.53) es la que pone
calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia. Es también la que conserva
cuidadosamente «todas las cosas meditándolas en su corazón» (Lc 2,19).
María sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes
acontecimientos y también en aquellos que parecen imperceptibles. Es
contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en la historia y en la vida
cotidiana de cada uno y de todos. Es la mujer orante y trabajadora en Nazaret,
y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para
auxiliar a los demás «sin demora» (Lc 1,39). Esta dinámica de justicia y
ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un
modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos que con su oración maternal
nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para
todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo. Es el
Resucitado quien nos dice, con una potencia que nos llena de inmensa confianza
y de firmísima esperanza: «Yo hago nuevas todas las cosas» (Ap 21,5).
Con María avanzamos confiados hacia esta promesa, y le decimos:
Virgen y Madre María,
tú que, movida por el Espíritu,
acogiste al Verbo de la vida
en la profundidad de tu humilde fe,
totalmente entregada al Eterno, ayúdanos a decir nuestro «sí»
217 JUAN PABLO II, Carta enc. Redemptoris Mater (25 marzo 1987),
17: AAS 79 (1987), 381.
ante la urgencia, más imperiosa que
nunca, de hacer resonar la Buena Noticia de Jesús.
Tú, llena de la presencia de Cristo,
llevaste la alegría a Juan el Bautista, haciéndolo exultar en el seno de su
madre. Tú, estremecida de gozo,
cantaste las maravillas del Señor.
Tú, que estuviste plantada ante la
cruz con una fe inquebrantable
y recibiste el alegre consuelo de la
resurrección, recogiste a los discípulos en la espera del Espíritu para que
naciera la Iglesia evangelizadora.
Consíguenos ahora un nuevo ardor de
resucitados para llevar a todos el Evangelio de la vida
que vence a la muerte.
Danos la santa audacia de buscar
nuevos caminos para que llegue a todos
el don de la belleza que no se apaga.
Tú, Virgen de la escucha y la contemplación,
madre del amor, esposa de las bodas eternas,
intercede por la Iglesia, de la cual
eres el icono purísimo, para que ella nunca se encierre ni se detenga
en su pasión por instaurar el Reino.
Estrella de la nueva evangelización,
ayúdanos
a resplandecer en el testimonio de la comunión, del servicio, de la fe ardiente
y generosa,
de la justicia y el amor a los
pobres, para que la alegría del Evangelio llegue hasta los confines de la
tierra y ninguna periferia se prive de su luz.
Madre del Evangelio viviente,
manantial de alegría para los
pequeños, ruega por nosotros.
Amén. Aleluya.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en
la clausura del Año de la fe, el 24 de noviembre, Solemnidad de
Jesucristo, Rey del Universo, del año 2013, primero de mi Pontificado.
[[Franciscus PP.]]
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