Capítulo
tercero
El
anuncio del Evangelio
110.
Después de tomar en cuenta algunos desafíos de la realidad actual, quiero
recordar ahora la tarea que nos apremia en cualquier época y lugar, porque «no
puede haber auténtica evangelización sin la proclamación explícita de
que Jesús es el Señor», y sin que exista un «primado de la proclamación
de Jesucristo en cualquier actividad de evangelización».77 Recogiendo las inquietudes de los
Obispos asiáticos, Juan Pablo II expresó que, si la Iglesia «debe cumplir su
destino providencial, la evangelización, como predicación alegre, paciente y
progresiva de la muerte y resurrección salvífica de Jesucristo, debe ser
vuestra prioridad absoluta».78
Esto vale para todos.
I.
Todo el Pueblo de Dios anuncia el Evangelio
111.
La evangelización es tarea de la Iglesia. Pero este sujeto de la evangelización
es más que una institución orgánica y jerárquica, porque es ante todo un pueblo
que peregrina hacia Dios. Es ciertamente un misterio que hunde sus
raíces en la Trinidad, pero tiene su concreción histórica en un pueblo
peregrino y evangelizador, lo cual siempre trasciende toda necesaria expresión
institucional. Propongo detenernos un poco en esta forma de entender la
Iglesia, que tiene su fundamento último en la libre y gratuita iniciativa de
Dios.
Un
pueblo para todos
112.
La salvación que Dios nos ofrece es obra de su misericordia. No hay acciones
humanas, por más buenas que sean, que nos hagan merecer un don tan grande.
Dios, por pura gracia, nos atrae para unirnos a sí.79 Él envía su Espíritu a nuestros
corazones para hacernos sus hijos, para transformarnos y para volvernos capaces
de responder con nuestra vida a ese amor. La Iglesia es enviada por Jesucristo
como sacramento de la
77 JUAN
PABLO
II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6 noviembre 1999), 19: AAS
92 (2000),
478.
78 Ibíd., 2: AAS 92 (2000), 451.
79 Cf. Propositio 4.
salvación
ofrecida por Dios.80 Ella, a través de sus acciones
evangelizadoras, colabora como instrumento de la gracia divina que actúa
incesantemente más allá de toda posible supervisión. Bien lo expresaba
Benedicto XVI al abrir las reflexiones del Sínodo: «Es importante saber que la
primera palabra, la iniciativa verdadera, la actividad verdadera viene de Dios
y sólo si entramos en esta iniciativa divina, sólo si imploramos esta
iniciativa divina, podremos también ser –con Él y en Él– evangelizadores».81 El principio de la primacía de la
gracia debe ser un faro que alumbre permanentemente nuestras reflexiones
sobre la evangelización.
113. Esta salvación, que realiza Dios y anuncia gozosamente la
Iglesia, es
para
todos,82 y Dios ha gestado un camino para
unirse a cada uno de los seres humanos de todos los tiempos. Ha elegido
convocarlos como pueblo y
no
como seres aislados.83 Nadie se salva solo, esto es, ni
como individuo aislado ni por sus propias fuerzas. Dios nos atrae teniendo en
cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que supone la vida en
una comunidad humana. Este pueblo que Dios se ha elegido y convocado es la
Iglesia. Jesús no dice a los Apóstoles que formen un grupo exclusivo, un grupo
de élite. Jesús dice: «Id y haced que todos los pueblos sean mis
discípulos» (Mt 28,19). San
Pablo afirma que en el Pueblo de Dios, en la Iglesia, «no hay ni judío ni
griego [...] porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3,28).
Me gustaría decir a aquellos que se sienten lejos de Dios y de la Iglesia, a
los que son temerosos o a los indiferentes: ¡El Señor también te llama a ser
parte de su pueblo y lo hace con gran respeto y amor!
114. Ser Iglesia es ser Pueblo de Dios, de
acuerdo con el gran proyecto de amor del Padre. Esto implica ser el fermento de
Dios en medio de la humanidad. Quiere decir anunciar y llevar la salvación de
Dios en este mundo nuestro, que a menudo se pierde, necesitado de tener
respuestas que alienten, que den esperanza, que den nuevo vigor en el camino.
La
80 Cf. CONC. ECUM. VAT. II, Const.
dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 1.
81 BENEDICTO
XVI, Meditación en la primera Congregación general de la XIII Asamblea
General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (8 octubre 2012): AAS
104 (2012), 897.
82 Cf. Propositio
6; CONC. ECUM. VAT. II, Const.
past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 22
83 Cf. CONC. ECUM. VAT. II, Const.
dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 9.
Iglesia
tiene que ser el lugar de la misericordia gratuita, donde todo el mundo pueda
sentirse acogido, amado, perdonado y alentado a vivir según la vida buena del
Evangelio.
Un
pueblo con muchos rostros
115. Este Pueblo de Dios se encarna en los
pueblos de la tierra, cada uno de los cuales tiene su cultura propia. La noción
de cultura es una valiosa herramienta para entender las diversas expresiones de
la vida cristiana que se dan en el Pueblo de Dios. Se trata del estilo de vida
que tiene una sociedad determinada, del modo propio que tienen sus miembros de
relacionarse entre sí, con las demás criaturas y con Dios. Así entendida, la
cultura
abarca la totalidad de la vida de un pueblo.84
Cada pueblo, en su devenir histórico, desarrolla su propia cultura con legítima
autonomía.85 Esto se debe a que la persona humana
«por su misma naturaleza, tiene
absoluta
necesidad de la vida social»,86
y está siempre referida a la sociedad, donde vive un modo concreto de
relacionarse con la realidad. El ser humano está siempre culturalmente situado:
«naturaleza y cultura se
hallan
unidas estrechísimamente».87 La gracia supone la cultura, y el
don de Dios se encarna en la cultura de quien lo recibe.
116.
En
estos dos milenios de cristianismo, innumerable cantidad de pueblos han
recibido la gracia de la fe, la han hecho florecer en su vida cotidiana y la
han transmitido según sus modos culturales propios. Cuando una comunidad acoge
el anuncio de la salvación, el Espíritu Santo fecunda su cultura con la fuerza
transformadora del Evangelio. De modo que, como podemos ver en la historia de
la Iglesia, el cristianismo no tiene un único modo cultural, sino que,
«permaneciendo plenamente uno mismo, en total fidelidad al anuncio evangélico y
a la tradición eclesial, llevará consigo también el rostro de tantas culturas y
de tantos pueblos en que ha sido acogido y arraigado».88 En los distintos pueblos, que
experimentan el
84 Cf. III CONFERENCIA GENERAL DEL
EPISCOPADO LATINOAMERICANO Y DEL CARIBE, Documento de
Puebla,
386-387.
85 CONC. ECUM. VAT. II, Const.
past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo
actual, 36.
86 Ibíd., 25.
87 Ibíd., 53.
88 JUAN
PABLO II, Carta ap. Novo Millennio ineunte (6 enero
2001), 40: AAS 93 (2001), 294-295.
don
de Dios según su propia cultura, la Iglesia expresa su genuina catolicidad y
muestra «la belleza de este rostro pluriforme».89 En las manifestaciones cristianas de
un pueblo evangelizado, el Espíritu Santo embellece a la Iglesia, mostrándole
nuevos aspectos de la Revelación y regalándole un nuevo rostro. En la
inculturación, la Iglesia «introduce a los pueblos con sus culturas en su misma
comunidad»,90 porque «toda cultura propone valores
y formas positivas que pueden enriquecer la manera de anunciar, concebir y
vivir el Evangelio».91 Así, «la Iglesia, asumiendo los
valores de las diversas culturas, se hace “sponsa ornata monilibus suis”,
“la novia que se adorna con sus joyas” (cf. Is 61,10)».92
117.
Bien entendida, la diversidad cultural no amenaza la unidad de la Iglesia. Es
el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, quien transforma nuestros
corazones y nos hace capaces de entrar en la comunión perfecta de la Santísima
Trinidad, donde todo encuentra su unidad. Él construye la comunión y la armonía
del Pueblo de Dios. El mismo Espíritu Santo es la armonía, así como es el
vínculo de amor entre el Padre y el Hijo.93
Él es quien suscita una múltiple y diversa riqueza de dones y al mismo tiempo
construye una unidad que nunca es uniformidad sino multiforme armonía que
atrae. La evangelización reconoce gozosamente estas múltiples riquezas que el
Espíritu engendra en la Iglesia. No haría justicia a la lógica de la
encarnación pensar en un cristianismo monocultural y monocorde. Si bien es
verdad que algunas culturas han estado estrechamente ligadas a la predicación
del Evangelio y al desarrollo de un pensamiento cristiano, el mensaje revelado
no se identifica con ninguna de ellas y tiene un contenido transcultural. Por
ello, en la evangelización de nuevas culturas o de culturas que no han acogido
la predicación cristiana, no es indispensable imponer una determinada forma
cultural, por más bella y antigua que sea, junto con la propuesta del
89 Ibíd., 40:
AAS 93 (2001), 295.
90 JUAN
PABLO II, Carta enc. Redemptoris
missio (7 diciembre 1990), 52: AAS 83 (1991), 300.
Cf. Exhort. ap. Catechesi
Tradendae (16
octubre 1979), 53: AAS 71 (1979), 1321.
91 JUAN
PABLO II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Oceania
(22 noviembre 2001), 16: AAS 94 (2002), 384.
92 JUAN
PABLO II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Africa (14
septiembre 1995), 61: AAS 88 (1996), 39.
93 Cf. SANTO
TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae, I, q. 39,
art. 8 cons. 2: «Excluido el Espíritu Santo, que es el nexo de ambos, no
se puede entender la unidad de conexión entre el Padre y el Hijo»; cf. también
I, q. 37, art. 1, ad 3.
Evangelio.
El mensaje que anunciamos siempre tiene algún ropaje cultural, pero a veces en
la Iglesia caemos en la vanidosa sacralización de la propia cultura, con lo
cual podemos mostrar más fanatismo que auténtico fervor evangelizador.
118.
Los Obispos de Oceanía pidieron que allí la Iglesia «desarrolle una comprensión
y una presentación de la verdad de Cristo que arranque de las tradiciones y
culturas de la región», e instaron «a todos los misioneros a operar en armonía
con los cristianos indígenas para asegurar que la fe y la vida de la Iglesia se
expresen en formas legítimas adecuadas a cada cultura».94 No podemos pretender que los pueblos
de todos los continentes, al expresar la fe cristiana, imiten los modos que
encontraron los pueblos europeos en un determinado momento de la historia,
porque la fe no puede encerrarse dentro de los confines de la comprensión y de
la expresión de una cultura.95
Es indiscutible que una sola cultura no agota el misterio de la redención de
Cristo.
Todos
somos discípulos misioneros
119.
En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza
santificadora del Espíritu que impulsa a evangelizar. El Pueblo de Dios es
santo por esta unción que lo hace infalible «in credendo». Esto
significa que cuando cree no se equivoca, aunque no encuentre palabras para
explicar su fe. El Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación.96 Como parte de su misterio de amor
hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de
la fe –el sensus fidei– que los ayuda a discernir lo que viene
realmente de Dios. La presencia del Espíritu otorga a los cristianos una cierta
connaturalidad con las realidades divinas y una sabiduría que los permite
captarlas intuitivamente, aunque no tengan el instrumental adecuado para
expresarlas con precisión.
94 JUAN
PABLO II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Oceania
(22 noviembre 2001), 17: AAS 94 (2002), 385.
95 Cf. JUAN
PABLO II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6
noviembre 1999), 20: AAS 92 (2000), 480.
96 Cf. CONC. ECUM. VAT. II, Const.
dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 12.
120. En virtud del Bautismo recibido, cada
miembro del Pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (cf. Mt
28,19). Cada uno de los bautizados, cualquiera que sea su función en la Iglesia
y el grado de ilustración de su fe, es un agente evangelizador, y sería
inadecuado pensar en un esquema de evangelización llevado adelante por actores
calificados donde el resto del pueblo fiel sea sólo receptivo de sus acciones.
La nueva evangelización debe implicar un nuevo protagonismo de cada uno de los
bautizados. Esta convicción se convierte en un llamado dirigido a cada
cristiano, para que nadie postergue su compromiso con la evangelización, pues
si uno de verdad ha hecho una experiencia del amor de Dios que lo salva, no
necesita mucho tiempo de preparación para salir a anunciarlo, no puede esperar
que le den muchos cursos o largas instrucciones. Todo cristiano es misionero en
la medida en que se ha encontrado con el amor de Dios en Cristo Jesús; ya no
decimos que somos «discípulos» y «misioneros», sino que somos siempre «discípulos
misioneros». Si no nos convencemos, miremos a los primeros discípulos, quienes
inmediatamente después de conocer la mirada de Jesús, salían a proclamarlo
gozosos: «¡Hemos encontrado al Mesías!» (Jn 1,41). La samaritana, apenas
salió de su diálogo con Jesús, se convirtió en misionera, y muchos samaritanos
creyeron en Jesús «por la palabra de la mujer» (Jn 4,39). También san
Pablo, a partir de su encuentro con Jesucristo, «enseguida se puso a predicar
que Jesús era el Hijo de Dios» (Hch 9,20). ¿A qué esperamos nosotros?
121.
Por
supuesto que todos estamos llamados a crecer como evangelizadores. Procuramos
al mismo tiempo una mejor formación, una profundización de nuestro amor y un
testimonio más claro del Evangelio. En ese sentido, todos tenemos que dejar que
los demás nos evangelicen constantemente; pero eso no significa que debamos
postergar la misión evangelizadora, sino que encontremos el modo de comunicar a
Jesús que corresponda a la situación en que nos hallemos. En cualquier caso,
todos somos llamados a ofrecer a los demás el testimonio explícito del amor
salvífico del Señor, que más allá de nuestras imperfecciones nos ofrece su
cercanía, su Palabra, su fuerza, y le da un sentido a nuestra vida. Tu corazón
sabe que no es lo mismo la vida sin Él, entonces eso que has descubierto, eso
que te ayuda a vivir y que te da una esperanza, eso es lo
que
necesitas comunicar a los otros. Nuestra imperfección no debe ser una excusa;
al contrario, la misión es un estímulo constante para no quedarse en la mediocridad
y para seguir creciendo. El testimonio de fe que todo cristiano está llamado a
ofrecer implica decir como san Pablo: «No es que lo tenga ya conseguido o que
ya sea perfecto, sino que continúo mi carrera [...] y me lanzo a lo que está
por delante» (Flp 3,12-13).
La
fuerza evangelizadora de la piedad popular
122.
Del
mismo modo, podemos pensar que los distintos pueblos en los que ha sido
inculturado el Evangelio son sujetos colectivos activos, agentes de la
evangelización. Esto es así porque cada pueblo es el creador de su cultura y el
protagonista de su historia. La cultura es algo dinámico, que un pueblo recrea
permanentemente, y cada generación le transmite a la siguiente un sistema de
actitudes ante las distintas situaciones existenciales, que ésta debe
reformular frente a sus propios desafíos. El ser humano «es al mismo tiempo
hijo y padre de la cultura a la que
pertenece».97 Cuando en un pueblo se ha
inculturado el Evangelio, en su proceso de transmisión cultural también
transmite la fe de maneras siempre nuevas; de aquí la importancia de la
evangelización entendida como inculturación. Cada porción del Pueblo de Dios,
al traducir en su vida el don de Dios según su genio propio, da testimonio de
la fe recibida y la enriquece con nuevas expresiones que son elocuentes. Puede
decirse que
«el
pueblo se evangeliza continuamente a sí mismo».98 Aquí toma importancia la piedad
popular, verdadera expresión de la acción misionera espontánea del Pueblo de
Dios. Se trata de una realidad en permanente desarrollo, donde el Espíritu
Santo es el agente principal.99
123. En la piedad popular puede percibirse
el modo en que la fe recibida se encarnó en una cultura y se sigue
transmitiendo. En algún tiempo mirada
con desconfianza,
ha sido objeto
de revalorización en
las décadas
97 JUAN
PABLO II, Carta enc. Fides et
ratio (14 septiembre 1998), 71: AAS 91 (1999), 60.
98 III CONFERENCIA
GENERAL DEL EPISCOPADO
LATINOAMERICANO Y DEL CARIBE,
Documento de Puebla, 450; cf. V CONFERENCIA
GENERAL DEL EPISCOPADO
LATINOAMERICANO Y DEL CARIBE,
Documento de
Aparecida, 264.
99 Cf. JUAN
PABLO II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6
noviembre 1999), 21: AAS 92 (2000), 483.
posteriores
al Concilio. Fue Pablo VI en su Exhortación apostólica Evangelii Nuntiandi
quien dio un impulso decisivo en ese sentido. Allí explica que la piedad
popular «refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden
conocer»100 y que «hace capaz de generosidad y
sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe».101 Más cerca de nuestros días,
Benedicto XVI, en América Latina, señaló que se trata de un «precioso tesoro de
la Iglesia católica» y que en ella «aparece el alma de los pueblos
latinoamericanos».102
124.
En
el Documento de Aparecida se describen las riquezas que el Espíritu
Santo despliega en la piedad popular con su iniciativa gratuita. En ese amado
continente, donde gran cantidad de cristianos expresan su fe a través de la
piedad popular, los Obispos la llaman también «espiritualidad
popular»
o «mística popular».103 Se trata de una verdadera
«espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos».104 No está vacía de contenidos, sino
que los descubre y expresa más por la vía simbólica que por el uso de la razón
instrumental, y en el acto de fe se acentúa más el credere in Deum
que
el credere Deum.105 Es «una manera legítima de vivir la
fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia, y una forma de ser misioneros»;106 conlleva la gracia de la
misionariedad, del salir de sí y del peregrinar: «El caminar juntos hacia los
santuarios y el participar en otras manifestaciones de la piedad popular,
también llevando a los hijos o invitando a otros, es en sí
mismo
un gesto evangelizador».107 ¡No coartemos ni pretendamos
controlar esa fuerza misionera!
125. Para entender esta realidad hace
falta acercarse a ella con la mirada del Buen Pastor, que no busca juzgar sino
amar. Sólo desde la connaturalidad afectiva que da el amor podemos apreciar la
vida teologal
presente
en la piedad de los pueblos cristianos, especialmente en sus
100 N. 48: AAS 68 (1976), 38.
101 Ibíd.
102 BENEDICTO
XVI, Discurso en la Sesión inaugural de la V Conferencia general del
Episcopado Latinoamericano y del Caribe (13 mayo 2007), 1: AAS 99
(2007), 446-447.
103
V CONFERENCIA GENERAL DEL
EPISCOPADO
LATINOAMERICANO Y DEL
CARIBE, Documento de
Aparecida, 262.
104 Ibíd., 263.
105 Cf. SANTO
TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae II-II, q.
2, art. 2.
106
V CONFERENCIA GENERAL DEL
EPISCOPADO
LATINOAMERICANO Y DEL
CARIBE, Documento de
Aparecida, 264.
107 Ibíd.
pobres.
Pienso en la fe firme de esas madres al pie del lecho del hijo enfermo que se
aferran a un rosario aunque no sepan hilvanar las proposiciones del Credo, o en
tanta carga de esperanza derramada en una vela que se enciende en un humilde
hogar para pedir ayuda a María, o en esas miradas de amor entrañable al Cristo
crucificado. Quien ama al santo Pueblo fiel de Dios no puede ver estas acciones
sólo como una búsqueda natural de la divinidad. Son la manifestación de una
vida teologal animada por la acción del Espíritu Santo que ha sido derramado en
nuestros corazones (cf. Rm 5,5).
126.
En la piedad popular, por ser fruto del Evangelio inculturado, subyace una
fuerza activamente evangelizadora que no podemos menospreciar: sería desconocer
la obra del Espíritu Santo. Más bien estamos llamados a alentarla y
fortalecerla para profundizar el proceso de inculturación que es una realidad
nunca acabada. Las expresiones de la piedad popular tienen mucho que enseñarnos
y, para quien sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos
prestar atención, particularmente a la hora de pensar la nueva evangelización.
Persona
a persona
127.
Hoy
que la Iglesia quiere vivir una profunda renovación misionera, hay una forma de
predicación que nos compete a todos como tarea cotidiana. Se trata de llevar el
Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a
los desconocidos. Es la predicación informal que se puede realizar en medio de
una conversación y también es la que realiza un misionero cuando visita un
hogar. Ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el
amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle,
en la plaza, en el trabajo, en un camino.
128. En esta predicación, siempre respetuosa
y amable, el primer momento es un diálogo personal, donde la otra persona se
expresa y comparte sus alegrías, sus esperanzas, las inquietudes por sus seres
queridos y tantas cosas que llenan el corazón. Sólo después de esta
conversación es posible presentarle la Palabra, sea con la lectura de algún
versículo o de un modo
narrativo, pero siempre recordando el
anuncio fundamental: el amor personal de Dios que se hizo hombre, se entregó
por nosotros y está vivo ofreciendo su salvación y su amistad. Es el anuncio
que se comparte con una actitud humilde y testimonial de quien siempre sabe
aprender, con la conciencia de que ese mensaje es tan rico y tan profundo que
siempre nos supera. A veces se expresa de manera más directa, otras veces a través
de un testimonio personal, de un relato, de un gesto o de la forma que el mismo
Espíritu Santo pueda suscitar en una circunstancia concreta. Si parece prudente
y se dan las condiciones, es bueno que este encuentro fraterno y misionero
termine con una breve oración que se conecte con las inquietudes que la persona
ha manifestado. Así, percibirá mejor que ha sido escuchada e interpretada, que
su situación queda en la presencia de Dios, y reconocerá que la Palabra de Dios
realmente le habla a su propia existencia.
129. No hay que pensar que el anuncio
evangélico deba transmitirse siempre con determinadas fórmulas aprendidas, o
con palabras precisas que expresen un contenido absolutamente invariable. Se
transmite de formas tan diversas que sería imposible describirlas o
catalogarlas, donde el Pueblo de Dios, con sus innumerables gestos y signos, es
sujeto colectivo. Por consiguiente, si el Evangelio se ha encarnado en una
cultura, ya no se comunica sólo a través del anuncio persona a persona. Esto
debe hacernos pensar que, en aquellos países donde el cristianismo es minoría,
además de alentar a cada bautizado a anunciar el Evangelio, las Iglesias
particulares deben fomentar activamente formas, al menos incipientes, de
inculturación. Lo que debe procurarse, en definitiva, es que la predicación del
Evangelio, expresada con categorías propias de la cultura donde es anunciado,
provoque una nueva síntesis con esa cultura. Aunque estos procesos son siempre
lentos, a veces el miedo nos paraliza demasiado. Si dejamos que las dudas y
temores sofoquen toda audacia, es posible que, en lugar de ser creativos,
simplemente nos quedemos cómodos y no provoquemos avance alguno y, en ese caso,
no seremos partícipes de procesos históricos con nuestra cooperación, sino
simplemente espectadores de un estancamiento infecundo de la Iglesia.
Carismas al servicio de la comunión evangelizadora
130. El Espíritu Santo también enriquece a toda la Iglesia
evangelizadora
con
distintos carismas. Son dones para renovar y edificar la Iglesia.108 No son un patrimonio cerrado,
entregado a un grupo para que lo custodie; más bien son regalos del Espíritu
integrados en el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro que es Cristo, desde
donde se encauzan en un impulso evangelizador. Un signo claro de la
autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su capacidad para integrarse
armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de Dios para el bien de todos.
Una verdadera novedad suscitada por el Espíritu no necesita arrojar sombras
sobre otras espiritualidades y dones para afirmarse a sí misma. En la medida en
que un carisma dirija mejor su mirada al corazón del Evangelio, más eclesial
será su ejercicio. En la comunión, aunque duela, es donde un carisma se vuelve
auténtica y misteriosamente fecundo. Si vive este desafío, la Iglesia puede ser
un modelo para la paz en el mundo.
131.
Las
diferencias entre las personas y comunidades a veces son incómodas, pero el
Espíritu Santo, que suscita esa diversidad, puede sacar de todo algo bueno y
convertirlo en un dinamismo evangelizador que actúa por atracción. La
diversidad tiene que ser siempre reconciliada con la ayuda del Espíritu Santo;
sólo Él puede suscitar la diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al
mismo tiempo, realizar la unidad. En cambio, cuando somos nosotros los que
pretendemos la diversidad y nos encerramos en nuestros particularismos, en
nuestros exclusivismos, provocamos la división y, por otra parte, cuando somos
nosotros quienes queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos
por imponer la uniformidad, la homologación. Esto no ayuda a la misión de la
Iglesia.
Cultura,
pensamiento y educación
132.
El anuncio a la cultura implica también un anuncio a las culturas
profesionales, científicas y académicas. Se trata del encuentro entre la fe, la
razón y las ciencias, que procura desarrollar un nuevo discurso de la
108 Cf. CONC. ECUM. VAT. II, Const.
dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 12.
credibilidad,
una original apologética109 que ayude a crear las disposiciones
para que el Evangelio sea escuchado por todos. Cuando algunas categorías de la
razón y de las ciencias son acogidas en el anuncio del mensaje, esas mismas
categorías se convierten en instrumentos de evangelización; es el agua
convertida en vino. Es aquello que, asumido, no sólo es redimido sino que se
vuelve instrumento del Espíritu para iluminar y renovar el mundo.
133. Ya que no basta la preocupación del
evangelizador por llegar a cada persona, y el Evangelio también se anuncia a
las culturas en su conjunto, la teología –no sólo la teología pastoral– en
diálogo con otras ciencias y experiencias humanas, tiene gran importancia para
pensar cómo hacer llegar la propuesta del Evangelio a la diversidad de
contextos culturales y
de
destinatarios.110 La Iglesia, empeñada en la
evangelización, aprecia y alienta el carisma de los teólogos y su esfuerzo por
la investigación teológica, que promueve el diálogo con el mundo de las
culturas y de las ciencias. Convoco a los teólogos a cumplir este servicio como
parte de la misión salvífica de la Iglesia. Pero es necesario que, para tal
propósito, lleven en el corazón la finalidad evangelizadora de la Iglesia y
también de la teología, y no se contenten con una teología de escritorio.
134.
Las
Universidades son un ámbito privilegiado para pensar y desarrollar este empeño
evangelizador de un modo interdisciplinario e integrador. Las escuelas
católicas, que intentan siempre conjugar la tarea educativa con el anuncio
explícito del Evangelio, constituyen un aporte muy valioso a la evangelización
de la cultura, aun en los países y ciudades donde una situación adversa nos
estimule a usar nuestra creatividad para encontrar los caminos adecuados.111
II.
La homilía
135. Consideremos ahora la
predicación dentro de la liturgia, que requiere una seria evaluación de parte
de los Pastores. Me detendré
109 Cf. Propositio 17.
110 Cf. Propositio 30.
111 Cf. Propositio 27.
particularmente, y hasta con cierta
meticulosidad, en la homilía y su preparación, porque son muchos los reclamos
que se dirigen en relación con este gran ministerio y no podemos hacer oídos
sordos. La homilía es la piedra de toque para evaluar la cercanía y la
capacidad de encuentro de un Pastor con su pueblo. De hecho,
sabemos que los fieles le dan mucha importancia; y ellos, como los mismos
ministros ordenados, muchas veces sufren, unos al escuchar y otros al predicar.
Es triste que así sea. La homilía
puede ser realmente una intensa y feliz experiencia del Espíritu, un
reconfortante encuentro con la Palabra, una fuente constante de renovación y de
crecimiento.
136. Renovemos nuestra confianza en
la predicación, que se funda en la convicción de que es Dios quien quiere
llegar a los demás a través del predicador y de que Él despliega su poder a
través de la palabra humana. San Pablo habla con fuerza sobre la necesidad de
predicar, porque el Señor ha querido llegar a los demás también mediante
nuestra palabra (cf. Rm 10,14-17). Con la palabra, nuestro Señor se ganó
el corazón de la gente. Venían a escucharlo de todas partes (cf. Mc
1,45). Se quedaban maravillados bebiendo sus enseñanzas (cf. Mc 6,2).
Sentían que les hablaba como quien tiene autoridad (cf. Mc 1,27). Con la
palabra, los Apóstoles, a los que instituyó «para que estuvieran con él, y para
enviarlos a predicar» (Mc 3,14), atrajeron al seno de la Iglesia a todos
los pueblos (cf. Mc 16,15.20).
El contexto litúrgico
137. Cabe recordar ahora que «la
proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la
asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis,
sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las
maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la
alianza».112 Hay una valoración especial de la
homilía que proviene de su contexto eucarístico, que supera a toda catequesis
por ser el momento más alto del diálogo entre Dios y su pueblo, antes de la
comunión sacramental. La homilía es un
112 JUAN PABLO II, Carta ap. Dies Domini (31 mayo 1998), 41: AAS
90 (1998), 738-739.
retomar ese diálogo que ya está
entablado entre el Señor y su pueblo. El que predica debe reconocer el corazón
de su comunidad para buscar dónde está vivo y ardiente el deseo de Dios, y
también dónde ese diálogo, que era amoroso, fue sofocado o no pudo dar fruto.
138. La homilía no puede ser un
espectáculo entretenido, no responde a la lógica de los recursos mediáticos,
pero debe darle el fervor y el sentido a la celebración. Es un género peculiar,
ya que se trata de una predicación dentro del marco de una celebración litúrgica;
por consiguiente, debe ser breve y evitar parecerse a una charla o una clase.
El predicador puede ser capaz de mantener el interés de la gente durante una
hora, pero así su palabra se vuelve más importante que la celebración de la fe.
Si la homilía se prolongara demasiado, afectaría dos características de la
celebración litúrgica: la armonía entre sus partes y el ritmo. Cuando la
predicación se realiza dentro del contexto de la liturgia, se incorpora como parte
de la ofrenda que se entrega al Padre y como mediación de la gracia que Cristo
derrama en la celebración. Este mismo contexto exige que la predicación oriente
a la asamblea, y también al predicador, a una comunión con Cristo en la
Eucaristía que transforme la vida. Esto reclama que la palabra del predicador
no ocupe un lugar excesivo, de manera que el Señor brille más que el ministro.
La conversación de la madre
139. Dijimos que el Pueblo de Dios,
por la constante acción del Espíritu en él, se evangeliza continuamente a sí
mismo. ¿Qué implica esta convicción para el predicador? Nos recuerda que la
Iglesia es madre y predica al pueblo como una madre que le habla a su hijo,
sabiendo que el hijo confía que todo lo que se le enseñe será para bien porque
se sabe amado. Además, la buena madre sabe reconocer todo lo que Dios ha
sembrado en su hijo, escucha sus inquietudes y aprende de él. El espíritu de
amor que reina en una familia guía tanto a la madre como al hijo en sus
diálogos, donde se enseña y aprende, se corrige y se valora lo bueno; así
también ocurre en la homilía. El Espíritu, que inspiró los Evangelios y que
actúa en el Pueblo de Dios, inspira también cómo hay que escuchar la fe del
pueblo y cómo hay que predicar en cada Eucaristía. La prédica cristiana, por
tanto,
encuentra en el corazón cultural del pueblo una fuente de agua viva para saber
lo que tiene que decir y para encontrar el modo como tiene que decirlo. Así
como a todos nos gusta que se nos hable en nuestra lengua materna, así también
en la fe nos gusta que se nos hable en clave de «cultura materna», en clave de
dialecto materno (cf. 2 M 7,21.27), y el corazón se dispone a escuchar
mejor. Esta lengua es un tono que transmite ánimo, aliento, fuerza, impulso.
140.
Este
ámbito materno-eclesial en el que se desarrolla el diálogo del Señor con su
pueblo debe favorecerse y cultivarse mediante la cercanía cordial del
predicador, la calidez de su tono de voz, la mansedumbre del estilo de sus
frases, la alegría de sus gestos. Aun las veces que la homilía resulte algo
aburrida, si está presente este espíritu materno-eclesial, siempre será
fecunda, así como los aburridos consejos de una madre dan fruto con el tiempo
en el corazón de los hijos.
141. Uno se admira de los recursos que
tenía el Señor para dialogar con su pueblo, para revelar su misterio a todos,
para cautivar a gente común con enseñanzas tan elevadas y de tanta exigencia.
Creo que el secreto se esconde en esa mirada de Jesús hacia el pueblo, más allá
de sus debilidades y caídas: «No temas, pequeño rebaño, porque a vuestro Padre
le ha parecido bien daros el Reino» (Lc 12,32); Jesús predica con ese
espíritu. Bendice lleno de gozo en el Espíritu al Padre que le atrae a los
pequeños: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque
habiendo ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, se las has revelado a
pequeños» (Lc 10,21). El Señor se complace de verdad en dialogar con su
pueblo y al predicador le toca hacerle sentir este gusto del Señor a su gente.
Palabras
que hacen arder los corazones
142.
Un diálogo es mucho más que la comunicación de una verdad. Se realiza por el
gusto de hablar y por el bien concreto que se comunica entre los que se aman
por medio de las palabras. Es un bien que no consiste en cosas, sino en las personas
mismas que mutuamente se dan en el diálogo. La predicación puramente moralista
o adoctrinadora, y también la que se
convierte
en una clase de exégesis, reducen esta comunicación entre corazones que se da
en la homilía y que tiene que tener un carácter cuasi sacramental: «La fe viene
de la predicación, y la predicación, por la Palabra de Cristo» (Rm
10,17). En la homilía, la verdad va de la mano de la belleza y del bien. No se
trata de verdades abstractas o de fríos silogismos, porque se comunica también
la belleza de las imágenes que el Señor utilizaba para estimular a la práctica
del bien. La memoria del pueblo fiel, como la de María, debe quedar rebosante
de las maravillas de Dios. Su corazón, esperanzado en la práctica alegre y
posible del amor que se le comunicó, siente que toda palabra en la Escritura es
primero don antes que exigencia.
143. El desafío de una prédica inculturada
está en evangelizar la síntesis, no ideas o valores sueltos. Donde está tu
síntesis, allí está tu corazón. La diferencia entre iluminar el lugar de
síntesis e iluminar ideas sueltas es la misma que hay entre el aburrimiento y
el ardor del corazón. El predicador tiene la hermosísima y difícil misión de
aunar los corazones que se aman, el del Señor y los de su pueblo. El diálogo
entre Dios y su pueblo afianza más la alianza entre ambos y estrecha el vínculo
de la caridad. Durante el tiempo que dura la homilía, los corazones de los
creyentes hacen silencio y lo dejan hablar a Él. El Señor y su pueblo se hablan
de mil maneras directamente, sin intermediarios. Pero en la homilía quieren que
alguien haga de instrumento y exprese los sentimientos, de manera tal que
después cada uno elija por dónde sigue su conversación. La palabra es
esencialmente mediadora y requiere no sólo de los dos que dialogan sino de un
predicador que la represente como tal, convencido de que «no nos predicamos a
nosotros mismos, sino a Cristo Jesús como Señor, y a nosotros como siervos
vuestros por Jesús» (2 Co 4,5).
144. Hablar de corazón implica tenerlo no
sólo ardiente, sino iluminado por la integridad de la Revelación y por el
camino que esa Palabra ha recorrido en el corazón de la Iglesia y de nuestro
pueblo fiel a lo largo de su historia. La identidad cristiana, que es ese
abrazo bautismal que nos dio de pequeños el Padre, nos hace anhelar, como hijos
pródigos –y predilectos en María–, el otro abrazo, el del Padre misericordioso
que nos espera en la gloria. Hacer que nuestro pueblo se sienta como en medio
de estos dos abrazos es la dura pero hermosa tarea del que predica el
Evangelio.
III. La preparación de la predicación
145.
La preparación de la predicación es una tarea tan importante que conviene
dedicarle un tiempo prolongado de estudio, oración, reflexión y creatividad
pastoral. Con mucho cariño quiero detenerme a proponer un camino de preparación
de la homilía. Son indicaciones que para algunos podrán parecer obvias, pero
considero conveniente sugerirlas para recordar la necesidad de dedicar un
tiempo de calidad a este precioso ministerio. Algunos párrocos suelen plantear
que esto no es posible debido a la multitud de tareas que deben realizar; sin
embargo, me atrevo a pedir que todas las semanas se dedique a esta tarea un
tiempo personal y comunitario suficientemente prolongado, aunque deba darse
menos tiempo a otras tareas también importantes. La confianza en el Espíritu
Santo que actúa en la predicación no es meramente pasiva, sino activa y creativa.
Implica ofrecerse como instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las propias
capacidades, para que puedan ser utilizadas por Dios. Un predicador que no se
prepara no es «espiritual»; es deshonesto e irresponsable con los dones que ha
recibido.
El
culto a la verdad
146.
El primer paso, después de invocar al Espíritu Santo, es prestar toda la atención
al texto bíblico, que debe ser el fundamento de la predicación. Cuando uno se
detiene a tratar de comprender cuál es el mensaje de un texto, ejercita el
«culto a la verdad».113 Es la humildad del corazón que
reconoce que la Palabra siempre nos trasciende, que no somos «ni los dueños, ni
los árbitros, sino los depositarios, los heraldos, los servidores».114 Esa actitud de humilde y asombrada
veneración de la Palabra se expresa deteniéndose a estudiarla con sumo cuidado
y con un santo temor de manipularla. Para poder interpretar un texto bíblico
hace falta paciencia, abandonar toda ansiedad y darle tiempo, interés y
dedicación gratuita. Hay que dejar de lado cualquier preocupación que
nos
113 PABLO
VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 78: AAS
68 (1976), 71.
114 Ibíd.
domine
para entrar en otro ámbito de serena atención. No vale la pena dedicarse a leer
un texto bíblico si uno quiere obtener resultados rápidos, fáciles o
inmediatos. Por eso, la preparación de la predicación requiere amor. Uno sólo
le dedica un tiempo gratuito y sin prisa a las cosas o a las personas que ama;
y aquí se trata de amar a Dios que ha querido hablar. A partir de ese
amor, uno puede detenerse todo el tiempo que sea necesario, con una actitud de
discípulo: «Habla, Señor, que tu siervo escucha» (1 S 3,9).
147.
Ante
todo conviene estar seguros de comprender adecuadamente el significado de las palabras
que leemos. Quiero insistir en algo que parece evidente pero que no siempre es
tenido en cuenta: el texto bíblico que estudiamos tiene dos mil o tres mil
años, su lenguaje es muy distinto del que utilizamos ahora. Por más que nos
parezca entender las palabras, que están traducidas a nuestra lengua, eso no
significa que comprendemos correctamente cuanto quería expresar el escritor
sagrado. Son conocidos los diversos recursos que ofrece el análisis literario:
prestar atención a las palabras que se repiten o se destacan, reconocer la
estructura y el dinamismo propio de un texto, considerar el lugar que ocupan
los personajes, etc. Pero la tarea no apunta a entender todos los pequeños
detalles de un texto, lo más importante es descubrir cuál es el mensaje principal,
el que estructura el texto y le da unidad. Si el predicador no realiza
este esfuerzo, es posible que su predicación tampoco tenga unidad ni orden; su
discurso será sólo una suma de diversas ideas desarticuladas que no terminarán
de movilizar a los demás. El mensaje central es aquello que el autor en primer
lugar ha querido transmitir, lo cual implica no sólo reconocer una idea, sino
también el efecto que ese autor ha querido producir. Si un texto fue escrito
para consolar, no debería ser utilizado para corregir errores; si fue escrito
para exhortar, no debería ser utilizado para adoctrinar; si fue escrito para enseñar
algo sobre Dios, no debería ser utilizado para explicar diversas opiniones
teológicas; si fue escrito para motivar la alabanza o la tarea misionera, no lo
utilicemos para informar acerca de las últimas noticias.
148. Es verdad que, para entender adecuadamente
el sentido del mensaje central de un texto, es necesario ponerlo en conexión
con la enseñanza de
toda
la Biblia, transmitida por la Iglesia. Éste es un principio importante de la
interpretación bíblica, que tiene en cuenta que el Espíritu Santo no inspiró
sólo una parte, sino la Biblia entera, y que en algunas cuestiones el pueblo ha
crecido en su comprensión de la voluntad de Dios a partir de la experiencia
vivida. Así se evitan interpretaciones equivocadas o parciales, que nieguen
otras enseñanzas de las mismas Escrituras. Pero esto no significa debilitar el
acento propio y específico del texto que corresponde predicar. Uno de los
defectos de una predicación tediosa e ineficaz es precisamente no poder
transmitir la fuerza propia del texto que se ha proclamado.
La
personalización de la Palabra
149.
El
predicador «debe ser el primero en tener una gran familiaridad personal con la
Palabra de Dios: no le basta conocer su aspecto lingüístico o exegético, que es
también necesario; necesita acercarse a la Palabra con un corazón dócil y
orante, para que ella penetre a fondo en sus pensamientos y sentimientos y
engendre dentro de sí una mentalidad
nueva».115 Nos hace bien renovar cada día, cada
domingo, nuestro fervor al preparar la homilía, y verificar si en nosotros
mismos crece el amor por la Palabra que predicamos. No es bueno olvidar que «en
particular, la mayor o menor santidad del ministro influye realmente en el
anuncio de la
Palabra».116 Como dice san Pablo, «predicamos no
buscando agradar a los hombres, sino a Dios, que examina nuestros corazones» (1
Ts 2,4). Si está vivo este deseo de escuchar primero nosotros la Palabra
que tenemos que predicar, ésta se transmitirá de una manera u otra al Pueblo
fiel de Dios: «de la abundancia del corazón habla la boca» (Mt 12,34).
Las lecturas del domingo resonarán con todo su esplendor en el corazón del
pueblo si primero resonaron así en el corazón del Pastor.
150.
Jesús
se irritaba frente a esos pretendidos maestros, muy exigentes con los demás,
que enseñaban la Palabra de Dios, pero no se dejaban iluminar por ella: «Atan
cargas pesadas y las ponen sobre los hombros de
115
JUAN PABLO II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis
(25 marzo 1992), 26: AAS 84 (1992),
698.
116 Ibíd., 25: AAS 84 (1992), 696.
los
demás, mientras ellos no quieren moverlas ni siquiera con el dedo» (Mt
23,4). El Apóstol Santiago exhortaba: «No os hagáis maestros muchos de
vosotros, hermanos míos, sabiendo que tendremos un juicio más severo» (3,1).
Quien quiera predicar, primero debe estar dispuesto a dejarse conmover por la
Palabra y a hacerla carne en su existencia concreta. De esta manera, la
predicación consistirá en esa actividad tan intensa y fecunda que es «comunicar
a otros lo que uno ha contemplado».117
Por todo esto, antes de preparar concretamente lo que uno va a decir en la
predicación, primero tiene que aceptar ser herido por esa Palabra que herirá a
los demás, porque es una Palabra viva y eficaz, que como una espada,
«penetra hasta la división del alma y el espíritu, articulaciones y médulas, y
escruta los sentimientos y pensamientos del corazón» (Hb 4,12). Esto
tiene un valor pastoral. También en esta época la gente prefiere escuchar a los
testigos: «tiene sed de autenticidad […] Exige a los evangelizadores que le hablen
de un Dios a quien ellos conocen y tratan familiarmente como si lo estuvieran
viendo».118
151.
No se nos pide que seamos inmaculados, pero sí que estemos siempre en
crecimiento, que vivamos el deseo profundo de crecer en el camino del
Evangelio, y no bajemos los brazos. Lo indispensable es que el predicador tenga
la seguridad de que Dios lo ama, de que Jesucristo lo ha salvado, de que su
amor tiene siempre la última palabra. Ante tanta belleza, muchas veces sentirá
que su vida no le da gloria plenamente y deseará sinceramente responder mejor a
un amor tan grande. Pero si no se detiene a escuchar esa Palabra con apertura
sincera, si no deja que toque su propia vida, que le reclame, que lo exhorte,
que lo movilice, si no dedica un tiempo para orar con esa Palabra, entonces sí
será un falso profeta, un estafador o un charlatán vacío. En todo caso, desde
el reconocimiento de su pobreza y con el deseo de comprometerse más, siempre
podrá entregar a Jesucristo, diciendo como Pedro: «No tengo plata ni oro, pero
lo que tengo te lo doy» (Hch 3,6). El Señor quiere usarnos como seres
vivos, libres y creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes de
transmitirla; su mensaje debe pasar realmente a través del predicador, pero no
sólo por su razón, sino tomando posesión de todo su ser. El Espíritu Santo, que
inspiró
117 SANTO
TOMÁS DE
AQUINO,
Summa Theologiae II-II, q. 188, art. 6.
118 PABLO
VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 76: AAS
68 (1976), 68.
la
Palabra, es quien «hoy, igual que en los comienzos de la Iglesia, actúa en cada
evangelizador que se deja poseer y conducir por Él, y pone en sus labios las
palabras que por sí solo no podría hallar».119
La
lectura espiritual
152. Hay una forma concreta de escuchar lo
que el Señor nos quiere decir en su Palabra y de dejarnos transformar por el
Espíritu. Es lo que llamamos «lectio divina». Consiste en la lectura de
la Palabra de Dios en un momento de oración para permitirle que nos ilumine y
nos renueve. Esta lectura orante de la Biblia no está separada del estudio que
realiza el predicador para descubrir el mensaje central del texto; al
contrario, debe partir de allí, para tratar de descubrir qué le dice ese
mismo mensaje a la propia vida. La lectura espiritual de un texto debe
partir de su sentido literal. De otra manera, uno fácilmente le hará decir a
ese texto lo que le conviene, lo que le sirva para confirmar sus propias
decisiones, lo que se adapta a sus propios esquemas mentales. Esto, en
definitiva, será utilizar algo sagrado para el propio beneficio y trasladar esa
confusión al Pueblo de Dios. Nunca hay que olvidar que a veces «el mismo
Satanás se disfraza de ángel de luz» (2 Co 11,14).
153. En la presencia de Dios, en una
lectura reposada del texto, es bueno preguntar, por ejemplo: «Señor, ¿qué me
dice a mí este texto? ¿Qué quieres cambiar de mi vida con este mensaje?
¿Qué me molesta en este texto? ¿Por qué esto no me interesa?», o bien: «¿Qué me
agrada? ¿Qué me estimula de esta Palabra? ¿Qué me atrae? ¿Por qué me atrae?».
Cuando uno intenta escuchar al Señor, suele haber tentaciones. Una de ellas es
simplemente sentirse molesto o abrumado y cerrarse; otra tentación muy común es
comenzar a pensar lo que el texto dice a otros, para evitar aplicarlo a la
propia vida. También sucede que uno comienza a buscar excusas que le permitan
diluir el mensaje específico de un texto. Otras veces pensamos que Dios nos
exige una decisión demasiado grande, que no estamos todavía en condiciones de
tomar. Esto lleva a muchas personas a perder el gozo en su encuentro con la
Palabra, pero sería olvidar que nadie es más paciente
119
Ibíd., 75: AAS 68 (1976), 65.
que
el Padre Dios, que nadie comprende y espera como Él. Invita siempre a dar un
paso más, pero no exige una respuesta plena si todavía no hemos recorrido el
camino que la hace posible. Simplemente quiere que miremos con sinceridad la
propia existencia y la presentemos sin mentiras ante sus ojos, que estemos
dispuestos a seguir creciendo, y que le pidamos a Él lo que todavía no podemos
lograr.
Un
oído en el pueblo
154.
El
predicador necesita también poner un oído en el pueblo, para descubrir
lo que los fieles necesitan escuchar. Un predicador es un contemplativo de la
Palabra y también un contemplativo del pueblo. De esa manera, descubre «las
aspiraciones, las riquezas y los límites, las maneras de orar, de amar, de
considerar la vida y el mundo, que distinguen a tal o cual conjunto humano»,
prestando atención «al pueblo concreto con sus
signos
y símbolos, y respondiendo a las cuestiones que plantea».120 Se trata de conectar el mensaje del
texto bíblico con una situación humana, con algo que ellos viven, con una
experiencia que necesite la luz de la Palabra. Esta preocupación no responde a
una actitud oportunista o diplomática, sino que es profundamente religiosa y
pastoral. En el fondo es una «sensibilidad espiritual para leer en los
acontecimientos el mensaje de
Dios»121 y esto es mucho más que encontrar
algo interesante para decir. Lo que se procura descubrir es «lo que el Señor
desea decir en una
determinada
circunstancia».122 Entonces, la preparación de la
predicación se convierte en un ejercicio de discernimiento evangélico,
donde se intenta reconocer –a la luz del Espíritu– «una llamada que Dios hace
oír en una situación histórica determinada; en ella y por medio de ella Dios
llama al creyente».123
155. En esta búsqueda es posible acudir
simplemente a alguna experiencia humana frecuente, como la alegría de un
reencuentro, las desilusiones, el miedo a la soledad, la compasión por el dolor
ajeno, la inseguridad ante el
120 Ibíd., 63:
AAS 68 (1976), 53.
121 Ibíd., 43: AAS 68 (1976), 33.
122 Ibíd.
123 JUAN PABLO II, Exhort.
ap. postsinodal Pastores dabo vobis (25 marzo 1992), 10: AAS 84
(1992),
672.
futuro,
la preocupación por un ser querido, etc.; pero hace falta ampliar la
sensibilidad para reconocer lo que tenga que ver realmente con la vida de
ellos. Recordemos que nunca hay que responder preguntas que nadie se hace;
tampoco conviene ofrecer crónicas de la actualidad para despertar interés:
para eso ya están los programas televisivos. En todo caso, es posible partir de
algún hecho para que la Palabra pueda resonar con fuerza en su invitación a la
conversión, a la adoración, a actitudes concretas de fraternidad y de servicio,
etc., porque a veces algunas personas disfrutan escuchando comentarios sobre la
realidad en la predicación, pero no por ello se dejan interpelar personalmente.
Recursos
pedagógicos
156. Algunos creen que pueden ser buenos
predicadores por saber lo que tienen que decir, pero descuidan el cómo,
la forma concreta de desarrollar una predicación. Se quejan cuando los demás no
los escuchan o no los valoran, pero quizás no se han empeñado en buscar la
forma adecuada de presentar el mensaje. Recordemos que «la evidente importancia
del contenido no debe hacer olvidar la importancia de los métodos y medios de
la
evangelización».124 La preocupación por la forma de
predicar también es una actitud profundamente espiritual. Es responder al amor
de Dios, entregándonos con todas nuestras capacidades y nuestra creatividad a
la misión que Él nos confía; pero también es un ejercicio exquisito de amor al
prójimo, porque no queremos ofrecer a los demás algo de escasa calidad. En la
Biblia, por ejemplo, encontramos la recomendación de preparar la predicación en
orden a asegurar una extensión adecuada: «Resume tu discurso. Di mucho en pocas
palabras» (Si 32,8).
157.
Sólo
para ejemplificar, recordemos algunos recursos prácticos, que pueden enriquecer
una predicación y volverla más atractiva. Uno de los esfuerzos más necesarios
es aprender a usar imágenes en la predicación, es decir, a hablar con imágenes.
A veces se utilizan ejemplos para hacer más comprensible algo que se quiere
explicar, pero esos ejemplos suelen apuntar sólo al entendimiento; las imágenes,
en cambio, ayudan a valorar
124 PABLO VI, Exhort. ap. Evangelii
nuntiandi (8 diciembre 1975), 40: AAS 68 (1976), 31.
y
aceptar el mensaje que se quiere transmitir. Una imagen atractiva hace que el
mensaje se sienta como algo familiar, cercano, posible, conectado con la propia
vida. Una imagen bien lograda puede llevar a gustar el mensaje que se quiere
transmitir, despierta un deseo y motiva a la voluntad en la dirección del
Evangelio. Una buena homilía, como me decía un viejo maestro, debe contener
«una idea, un sentimiento, una imagen».
158. Ya decía Pablo VI que los fieles «esperan mucho de esta
predicación y
sacan
fruto de ella con tal que sea sencilla, clara, directa, acomodada».125 La sencillez tiene que ver con el
lenguaje utilizado. Debe ser el lenguaje que comprenden los destinatarios para
no correr el riesgo de hablar al vacío. Frecuentemente sucede que los
predicadores usan palabras que aprendieron en sus estudios y en determinados
ambientes, pero que no son parte del lenguaje común de las personas que los
escuchan. Hay palabras propias de la teología o de la catequesis, cuyo sentido
no es comprensible para la mayoría de los cristianos. El mayor riesgo para un
predicador es acostumbrarse a su propio lenguaje y pensar que todos los demás lo
usan y lo comprenden espontáneamente. Si uno quiere adaptarse al lenguaje de
los demás para poder llegar a ellos con la Palabra, tiene que escuchar mucho,
necesita compartir la vida de la gente y prestarle una gustosa atención. La
sencillez y la claridad son dos cosas diferentes. El lenguaje puede ser muy
sencillo, pero la prédica puede ser poco clara. Se puede volver incomprensible
por el desorden, por su falta de lógica, o porque trata varios temas al mismo
tiempo. Por lo tanto, otra tarea necesaria es procurar que la predicación tenga
unidad temática, un orden claro y una conexión entre las frases, de manera que
las personas puedan seguir fácilmente al predicador y captar la lógica de lo
que les dice.
159. Otra característica es el lenguaje
positivo. No dice tanto lo que no hay que hacer sino que propone lo que podemos
hacer mejor. En todo caso, si indica algo negativo, siempre intenta mostrar
también un valor positivo que atraiga, para no quedarse en la queja, el
lamento, la crítica o el remordimiento. Además, una predicación positiva
siempre da esperanza, orienta hacia el futuro, no nos deja encerrados en la
negatividad. ¡Qué
125
Ibíd., 43: AAS 68 (1976), 33.
bueno que sacerdotes, diáconos y
laicos se reúnan periódicamente para encontrar juntos los recursos que hacen
más atractiva la predicación!
IV.
Una evangelización para la profundización del kerygma
160. El envío misionero del Señor incluye
el llamado al crecimiento de la fe cuando indica: «enseñándoles a observar todo
lo que os he mandado» (Mt 28,20). Así queda claro que el primer anuncio
debe provocar también un camino de formación y de maduración. La evangelización
también busca el crecimiento, que implica tomarse muy en serio a cada persona y
el proyecto que Dios tiene sobre ella. Cada ser humano necesita más y más de
Cristo, y la evangelización no debería consentir que alguien se conforme con
poco, sino que pueda decir plenamente: «Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en
mí» (Ga 2,20).
161.
No
sería correcto interpretar este llamado al crecimiento exclusiva o
prioritariamente como una formación doctrinal. Se trata de «observar» lo que el
Señor nos ha indicado, como respuesta a su amor, donde se destaca, junto con
todas las virtudes, aquel mandamiento nuevo que es el primero, el más grande, el
que mejor nos identifica como discípulos: «Éste es mi mandamiento, que os améis
unos a otros como yo os he amado» (Jn 15,12). Es evidente que cuando los
autores del Nuevo Testamento quieren reducir a una última síntesis, a lo más
esencial, el mensaje moral cristiano, nos presentan la exigencia ineludible del
amor al prójimo: «Quien ama al prójimo ya ha cumplido la ley
[...] De modo que amar es cumplir la ley entera» (Rm 13,8.10).
Así san Pablo, para quien el precepto del amor no sólo resume la ley sino que
constituye su corazón y razón de ser: «Toda la ley alcanza su plenitud en este solo
precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14). Y
presenta a sus comunidades la vida cristiana como un camino de crecimiento en
el amor: «Que el Señor os haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con
otros, y en el amor para con todos» (1 Ts 3,12). También Santiago
exhorta a los cristianos a cumplir «la ley real según la Escritura:
Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (2,8), para no fallar en ningún
precepto.
162.
Por
otra parte, este camino de respuesta y de crecimiento está siempre precedido
por el don, porque lo antecede aquel otro pedido del Señor: «bautizándolos en
el nombre…» (Mt 28,19). La filiación que el Padre regala gratuitamente y
la iniciativa del don de su gracia (cf. Ef 2,8-9; 1 Co 4,7) son
la condición de posibilidad de esta santificación constante que agrada a Dios y
le da gloria. Se trata de dejarse transformar en Cristo por una progresiva vida
«según el Espíritu» (Rm 8,5).
Una
catequesis kerygmática y mistagógica
163. La educación y la catequesis están al
servicio de este crecimiento. Ya contamos con varios textos magisteriales y
subsidios sobre la catequesis ofrecidos por la Santa Sede y por diversos
episcopados. Recuerdo la Exhortación apostólica Catechesi Tradendae
(1979), el Directorio general para la catequesis (1997) y otros
documentos cuyo contenido actual no es necesario repetir aquí. Quisiera
detenerme sólo en algunas consideraciones que me parece conveniente destacar.
164.
Hemos
redescubierto que también en la catequesis tiene un rol fundamental el primer
anuncio o «kerygma», que debe ocupar el centro de la actividad
evangelizadora y de todo intento de renovación eclesial. El kerygma es
trinitario. Es el fuego del Espíritu que se dona en forma de lenguas y
nos hace creer en Jesucristo, que con su muerte y resurrección nos revela y nos
comunica la misericordia infinita del Padre. En la boca del catequista vuelve a
resonar siempre el primer anuncio: «Jesucristo te ama, dio su vida para
salvarte, y ahora está vivo a tu lado cada día, para iluminarte, para
fortalecerte, para liberarte». Cuando a este primer anuncio se le llama
«primero», eso no significa que está al comienzo y después se olvida o se
reemplaza por otros contenidos que lo superan. Es el primero en un sentido
cualitativo, porque es el anuncio principal, ese que siempre hay que
volver a escuchar de diversas maneras y ese que siempre hay que volver a
anunciar de una forma o de otra a lo largo de la catequesis, en todas sus etapas
y momentos.126 Por ello también «el sacerdote, como
la
126 Cf. Propositio
9.
Iglesia, debe crecer en la conciencia
de su permanente necesidad de ser evangelizado».127
165. No hay que pensar que en la
catequesis el kerygma es abandonado en pos de una formación
supuestamente más «sólida». Nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más
denso y más sabio que ese anuncio. Toda formación cristiana es ante todo la
profundización del kerygma que se va haciendo carne cada vez más y
mejor, que nunca deja de iluminar la tarea catequística, y que permite
comprender adecuadamente el sentido de cualquier tema que se desarrolle en la
catequesis. Es el anuncio que responde al anhelo de infinito que hay en todo
corazón humano. La centralidad del kerygma demanda ciertas
características del anuncio que hoy son necesarias en todas partes: que exprese
el amor salvífico de Dios previo a la obligación moral y religiosa, que no
imponga la verdad y que apele a la libertad, que posea unas notas de alegría,
estímulo, vitalidad, y una integralidad armoniosa que no reduzca la predicación
a unas pocas doctrinas a veces más filosóficas que evangélicas. Esto exige al
evangelizador ciertas actitudes que ayudan a acoger mejor el anuncio: cercanía,
apertura al diálogo, paciencia, acogida cordial que no condena.
166. Otra característica de la catequesis, que se ha
desarrollado en las
últimas
décadas, es la de una iniciación mistagógica,128 que significa básicamente dos cosas:
la necesaria progresividad de la experiencia formativa donde interviene toda la
comunidad y una renovada valoración de los signos litúrgicos de la iniciación
cristiana. Muchos manuales y planificaciones todavía no se han dejado
interpelar por la necesidad de una renovación mistagógica, que podría tomar formas
muy diversas de acuerdo con el discernimiento de cada comunidad educativa. El
encuentro catequístico es un anuncio de la Palabra y está centrado en ella,
pero siempre necesita una adecuada ambientación y una atractiva motivación, el
uso de símbolos elocuentes, su inserción en un amplio proceso de crecimiento y
la integración de todas las dimensiones de la persona en un camino comunitario
de escucha y de respuesta.
127
JUAN PABLO II, Exhort. ap. postsinodal Pastores dabo vobis
(25 marzo 1992), 26: AAS 84 (1992),
698.
128 Cf. Propositio 38.
167. Es bueno que toda catequesis preste una especial atención
al «camino
de
la belleza» (via pulchritudinis).129
Anunciar a Cristo significa mostrar que creer en Él y seguirlo no es sólo algo
verdadero y justo, sino también bello, capaz de colmar la vida de un nuevo
resplandor y de un gozo profundo, aun en medio de las pruebas. En esta línea,
todas las expresiones de verdadera belleza pueden ser reconocidas como un
sendero que ayuda a encontrarse con el Señor Jesús. No se trata de fomentar un
relativismo
estético,130 que pueda oscurecer el lazo
inseparable entre verdad, bondad y belleza, sino de recuperar la estima de la
belleza para poder llegar al corazón humano y hacer resplandecer en él la
verdad y la bondad del Resucitado. Si, como dice san Agustín, nosotros no
amamos sino lo que es
bello,131 el Hijo hecho hombre, revelación de
la infinita belleza, es sumamente amable, y nos atrae hacia sí con lazos de
amor. Entonces se vuelve necesario que la formación en la via pulchritudinis
esté inserta en la transmisión de la fe. Es deseable que cada Iglesia
particular aliente el uso de las artes en su tarea evangelizadora, en
continuidad con la riqueza del pasado, pero también en la vastedad de sus
múltiples expresiones
actuales,
en orden a transmitir la fe en un nuevo «lenguaje parabólico».132 Hay que atreverse a encontrar los
nuevos signos, los nuevos símbolos, una nueva carne para la transmisión de la
Palabra, las formas diversas de belleza que se valoran en diferentes ámbitos
culturales, e incluso aquellos modos no convencionales de belleza, que pueden
ser poco significativos para los evangelizadores, pero que se han vuelto
particularmente atractivos para otros.
168. En lo que se refiere a la propuesta
moral de la catequesis, que invita a crecer en fidelidad al estilo de vida del
Evangelio, conviene manifestar siempre el bien deseable, la propuesta de vida,
de madurez, de realización, de fecundidad, bajo cuya luz puede comprenderse
nuestra denuncia de los males que pueden oscurecerla. Más que como expertos en
diagnósticos apocalípticos u oscuros jueces que se ufanan en detectar todo
peligro o
129 Cf. Propositio 20.
130 Cf. CONC.
ECUM. VAT. II, Decreto Inter mirifica,
sobre los medios de comunicación social, 6.
131 Cf. De musica, VI, XIII, 38: PL
32, 1183-1184; Confes., IV, XIII, 20: PL 32, 701.
132 BENEDICTO
XVI, Discurso en ocasión de la proyección del documental «Arte y fe – via
pulchritudinis» (25 octubre 2012): L’Osservatore Romano (27
octubre 2012), 7.
desviación,
es bueno que puedan vernos como alegres mensajeros de propuestas superadoras,
custodios del bien y la belleza que resplandecen en una vida fiel al Evangelio.
El
acompañamiento personal de los procesos de crecimiento
169. En una civilización paradójicamente
herida de anonimato y, a la vez obsesionada por los detalles de la vida de los
demás, impudorosamente enferma de curiosidad malsana, la Iglesia necesita la
mirada cercana para contemplar, conmoverse y detenerse ante el otro cuantas
veces sea necesario. En este mundo los ministros ordenados y los demás agentes
pastorales pueden hacer presente la fragancia de la presencia cercana de Jesús
y su mirada personal. La Iglesia tendrá que iniciar a sus hermanos –
sacerdotes, religiosos y laicos– en este «arte del acompañamiento», para que
todos aprendan siempre a quitarse las sandalias ante la tierra sagrada del otro
(cf. Ex 3,5). Tenemos que darle a nuestro caminar el ritmo sanador de
projimidad, con una mirada respetuosa y llena de compasión pero que al mismo
tiempo sane, libere y aliente a madurar en la vida cristiana.
170. Aunque suene obvio, el acompañamiento
espiritual debe llevar más y más a Dios, en quien podemos alcanzar la verdadera
libertad. Algunos se creen libres cuando caminan al margen de Dios, sin
advertir que se quedan existencialmente huérfanos, desamparados, sin un hogar
donde retornar siempre. Dejan de ser peregrinos y se convierten en errantes,
que giran siempre en torno a sí mismos sin llegar a ninguna parte. El
acompañamiento sería contraproducente si se convirtiera en una suerte de
terapia que fomente este encierro de las personas en su inmanencia y deje de
ser una peregrinación con Cristo hacia el Padre.
171.
Más
que nunca necesitamos de hombres y mujeres que, desde su experiencia de
acompañamiento, conozcan los procesos donde campea la prudencia, la capacidad
de comprensión, el arte de esperar, la docilidad al Espíritu, para cuidar entre
todos a las ovejas que se nos confían de los lobos que intentan disgregar el
rebaño. Necesitamos ejercitarnos en el arte de escuchar, que es más que oír. Lo
primero, en la comunicación con el otro, es la capacidad del corazón que hace
posible la proximidad, sin la
cual
no existe un verdadero encuentro espiritual. La escucha nos ayuda a encontrar
el gesto y la palabra oportuna que nos desinstala de la tranquila condición de
espectadores. Sólo a partir de esta escucha respetuosa y compasiva se pueden
encontrar los caminos de un genuino crecimiento, despertar el deseo del ideal
cristiano, las ansias de responder plenamente al amor de Dios y el anhelo de
desarrollar lo mejor que Dios ha sembrado en la propia vida. Pero siempre con
la paciencia de quien sabe aquello que enseñaba santo Tomás de Aquino: que
alguien puede tener la gracia y la caridad, pero no ejercitar bien alguna de
las virtudes «a causa de algunas inclinaciones contrarias» que persisten.133 Es decir, la organicidad de las
virtudes se da siempre y necesariamente «in habitu», aunque los
condicionamientos puedan dificultar las operaciones de esos hábitos
virtuosos. De ahí que haga falta «una pedagogía que lleve a las personas, paso
a paso, a la plena asimilación del misterio».134 Para llegar a un punto de madurez,
es decir, para que las personas sean capaces de decisiones verdaderamente
libres y responsables, es preciso dar tiempo, con una inmensa paciencia. Como
decía el beato Pedro Fabro: «El tiempo es el mensajero de Dios».
172.
El acompañante sabe reconocer que la situación de cada sujeto ante Dios y su
vida en gracia es un misterio que nadie puede conocer plenamente desde afuera.
El Evangelio nos propone corregir y ayudar a crecer a una persona a partir del
reconocimiento de la maldad objetiva de sus acciones (cf. Mt 18,15),
pero sin emitir juicios sobre su responsabilidad y su culpabilidad (cf. Mt
7,1; Lc 6,37). De todos modos, un buen acompañante no consiente los
fatalismos o la pusilanimidad. Siempre invita a querer curarse, a cargar la
camilla, a abrazar la cruz, a dejarlo todo, a salir siempre de nuevo a anunciar
el Evangelio. La propia experiencia de dejarnos acompañar y curar, capaces de
expresar con total sinceridad nuestra vida ante quien nos acompaña, nos enseña
a ser pacientes y compasivos con los demás y nos capacita para encontrar las
maneras de despertar su confianza, su apertura y su disposición para crecer.
133
Summa Theologiae I-II q. 65, art. 3, ad 2: «propter
aliquas dispositiones contrarias».
134 JUAN
PABLO II, Exhort. ap. postsinodal Ecclesia in Asia (6
noviembre 1999), 20: AAS 92 (2000),
481.
173.
El
auténtico acompañamiento espiritual siempre se inicia y se lleva adelante en el
ámbito del servicio a la misión evangelizadora. La relación de Pablo con
Timoteo y Tito es ejemplo de este acompañamiento y formación en medio de la
acción apostólica. Al mismo tiempo que les confía la misión de quedarse en cada
ciudad para «terminar de organizarlo todo» (Tt 1,5; cf. 1 Tm
1,3-5), les da criterios para la vida personal y para la acción pastoral. Esto
se distingue claramente de todo tipo de acompañamiento intimista, de
autorrealización aislada. Los discípulos misioneros acompañan a los discípulos
misioneros.
En
torno a la Palabra de Dios
174.
No
sólo la homilía debe alimentarse de la Palabra de Dios. Toda la evangelización
está fundada sobre ella, escuchada, meditada, vivida, celebrada y testimoniada.
Las Sagradas Escrituras son fuente de la evangelización. Por lo tanto, hace
falta formarse continuamente en la escucha de la Palabra. La Iglesia no
evangeliza si no se deja continuamente evangelizar. Es indispensable que la
Palabra de Dios «sea cada vez más el
corazón
de toda actividad eclesial».135
La Palabra de Dios escuchada y celebrada, sobre todo en la Eucaristía, alimenta
y refuerza interiormente a los cristianos y los vuelve capaces de un auténtico
testimonio evangélico en la vida cotidiana. Ya hemos superado aquella vieja
contraposición entre Palabra y Sacramento. La Palabra proclamada, viva y
eficaz, prepara la recepción del Sacramento, y en el Sacramento esa Palabra
alcanza su máxima eficacia.
175. El estudio de las Sagradas Escrituras debe ser una puerta
abierta a
todos los
creyentes.136 Es fundamental que la Palabra
revelada fecunde radicalmente la catequesis y todos los esfuerzos por
transmitir la fe.137 La evangelización requiere la
familiaridad con la Palabra de Dios y esto exige a las diócesis, parroquias y a
todas las agrupaciones católicas, proponer un estudio serio y perseverante de
la Biblia, así como promover su lectura
135 BENEDICTO
XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30 septiembre 2010), 1: AAS
102 (2010), 682.
136 Cf. Propositio 11.
137 Cf. CONC. ECUM. VAT. II, Const.
dogm. Dei Verbum, sobre la divina Revelación, 21-22.
orante personal y comunitaria.138 Nosotros no buscamos a tientas ni
necesitamos esperar que Dios nos dirija la palabra, porque realmente «Dios ha
hablado, ya no es el gran desconocido sino que se ha mostrado».139 Acojamos el sublime tesoro de la
Palabra revelada.
138Cf. BENEDICTO XVI, Exhort. ap. postsinodal Verbum Domini (30
septiembre 2010), 86-87: AAS
102 (2010), 757-760.
139BENEDICTO
XVI, Discurso durante la primera Congregación general del Sínodo de los
Obispos (8 octubre 2012): AAS 104 (2012), 896.
No hay comentarios.:
Publicar un comentario