Cap.- 12 Katholiké ekklesía
Los Doce y un círculo primitivo de apóstoles fueron los primeros testigos cualificados del Resucitado. Pronto el círculo se amplió con otros comisionados para la obra misionera. Pablo primero y Lucas después desarrollan una teología propia del apostolado. Sin embargo, se reconoció también como apóstoles a itinerantes carismáticos. Tras las primeras generaciones el apostolado es ya visto como una institución del pasado. Se aprecia a los Doce como misioneros del mundo y se los valora como el eslabón entre Jesucristo y la Iglesia posterior.
Núcleo del kerygma primitivo fue el acontecimiento de Jesucristo como clave para un pesher cristiano de las Escrituras. Esta predicación trasmite a la par las tradiciones de y sobre Jesús, que se desarrollan en las diversas formas de catequesis. El Evangelio empieza a fraguar por escrito sin que cese por ello la vitalidad de su tradición oral. Esta situación se mantiene hasta bien entrado el s. II, cuando se hace cada vez más explícita la referencia a documentos evangélicos y otros escritos «apostólicos», de cuya común recepción se hacen conscientes las comunidades más conectadas entre sí.
Las confesiones de fe se desarrollaron en formulaciones más amplias. La confesión trinitaria bautismal favoreció las de estructura ternaria. Unas sirvieron para presentar la regla de fe de la predicación apostólica frente a las tergiversaciones heréticas. Otras se formularon como credos declaratorios para la catequesis y el rito bautismal.
La tradición de fe se trasmite por la autoridad del Señor y la acción del Espíritu. La trasmisión se hace con atención al doble polo de la fidelidad y la actualización. Se buscan criterios para discernir la derivación auténtica. El de la simple genealogía de trasmisores (Papías) es pronto abandonado por el abuso que comienzan a hacer de él los gnósticos. Los católicos la localizaron en la regla de fe de la predicación apostólica y los escritos integrados en lo que se delimitará como canon del N.T., que completa el del A.T. Los obispos como sucesores de los apóstoles son los garantes de la continuidad en la tradición.
Los cristianos habían heredado del judaísmo helenístico el canon de la Biblia griega. Sin embargo hubo cristianos helenistas que chocaron con esta herencia judía. Se trató de superar las dificultades mediante el recurso a la interpretación alegórica. Marción y los suyos prefirieron rechazar el A.T. y con él al Dios de los judíos. En general los gnósticos optaron más que por el rechazo frontal por diversos modos de devaluación del uno y el otro. Entre tanto la Iglesia, que mantenía su fidelidad al A.T., había delimitado el canon de su propia tradición fijada en documentos cada vez más comúnmente aceptados. No debió resultarle difícil deslindarlos, como canon del N.T., de la exuberante literatura apócrifa. Lo que quedaba de válido en ella se reconocía ya integrado en el N.T. Fuera de éste quedaba demasiado contaminado por composiciones heréticas o se trataba de composiciones demasiado recientes, que no podían reclamar la apostolicidad. La antigüedad de la recepción, la coincidencia con otras comunidades y la coherencia con la regla de fe fueron los criterios decisivos de la recepción. La consiguiente devaluación de la literatura apócrifa acarreó la pérdida de muchos de estos escritos. Un número suficientemente significativo se mantuvo hasta nuestros días, en que descubrimientos ocasionales de algunos de ellos ha impulsado a algunos estudiosos a una revalorización histórica de esa literatura, desde el presupuesto de un pluralismo radical del cristianismo primitivo. Hay gente que intenta dar un vuelco a la selección hecha por las primeras generaciones cristianas.
La continuidad en la tradición ha sido tarea de responsables eclesiásticos. Comenzaron los testigos oculares convertidos en predicadores, aunque no parece que los Doce actuaran como una academia rabínica. En el proceso de actualización del mensaje intervinieron la libertad profética y los precedentes hagádicos, como también pesaron las situaciones concretas que vivían las comunidades. Los cristianos eclesiásticos fueron incrementando su interés por el Jesús terreno, en un proceso inverso al que siguieron los gnósticos. Los textos reconocidos como inspirados integran los diversos estadios de trasmisión del mensaje en la época fundante, la del canon neotestamentario.
San Pablo no hace distinción neta entre los carismas del Espíritu para edificación de la Iglesia: los dones ocasionales y las funciones permanentes. La tríada primordial fueron los apóstoles, profetas y maestros. Todos los que intervienen en la fundación o crecimiento de las comunidades no son sino ministros de la fe. El tránsito entre las funciones carismáticas debió ser muy flexible. La función específica de los apóstoles fue cayendo en desuso, aunque se mantuvo algún tiempo más la de los carismáticos itinerantes en algunas comunidades (Did), que actuaban más bien como los primitivos profetas cristianos. El profetismo específico fue perdiendo relevancia por el riesgo de contaminación con el de tipo pagano y acabó desprestigiado por la pretensión de profetismo por parte de gnósticos y sobre todo de montanistas.
A diferencia de los profetas, y pese a los denunciados como maestros de error, los maestros siguieron desempeñando sus funciones y otras que ya no desempeñaban apóstoles y profetas. Los maestros gnósticos contribuyen también al descrédito de la función; sin embargo, ésta se mantiene. Más que como una función específica, como la común a pastores, catequistas y teólogos. La misión encuentra un nuevo cauce en la labor académica de filósofos cristianos.
Los que presiden la comunidad empiezan a recibir nombres específicos: epíscopos y diáconos en comunidades paulinas y presbíteros en las judeocristianas y de la misión de Bernabé. Esta jerarquía local se fue afianzando, en tanto que se desvanecían los ministerios itinerantes de apóstoles y profetas. Pronto se combina la terminología ministerial de presbíteros con la de epíscopos y diáconos. El término de esta combinación, reflejado en las Pastorales, es la distinción entre obispos, presbíteros y diáconos. La emergencia del episcopado monárquico, que se remonta a los orígenes de algunas comunidades, está ya afianzada en otras en tiempos de Ignacio; aunque en Alejandría se retrase a fines del s. II. Se veía como ideal que las funciones ministeriales integrasen dotes carismáticas.
La confesión de fe tuvo que ser pronto precisada contra tergiversaciones heréticas con formulaciones que hacían la función de reglas de fe. Su contenido queda delimitado por las doctrinas de fe en que coinciden las iglesias de tradición apostólica. Garante de esta tradición es la cadena de obispos sucesores de los apóstoles (Hegesipo, Ireneo). La regla de fe pasa a ser un sumario explícito de la doctrina tradicional que se contrapone a los sistemas gnósticos, como única clave auténtica para la interpretación de la Escritura (Ireneo, Tertuliano). Los pastores cerraron filas contra las amenazas a la identidad cristiana.
La confesión de fe trinitaria, que había dado oportunidad al sincretismo gnóstico, se prestaba a acentuaciones teológicas contradictorias. La tendencia monarquiana cuajó ya en el giro de los ss. II al III en herejías adopcionistas (Teodoto de Bizancio) o modalistas (Sabelio). La tendencia subordinacionista desembocó en el s. IV en el arrianismo y sus secuelas. Los concilios de Nicea y Constantinopla les salieron al paso con expresiones que precisaban la regla de fe en un credo bautismal.
La Iglesia en el N.T. no es sólo un conjunto de comunidades sino una (cf. Mt 16, 18), como lo expresan también diversas imágenes (Templo de Dios, Cuerpo de Cristo, Esposa), que más allá de la realidad empírica remiten al misterio. El mismo pan eucarístico es símbolo de su unidad. Ignacio la denomina katholikê ekklesía. Lo es también la comunidad local ortodoxa en contraste con el conventículo sectario. Eclesiología y pneumatología van a una. Las comunidades dispersas realizan ampliamente la conciencia de su koinônía católica, mediante encuentros, correspondencia y sínodos. Escritura, Regla de Fe y Tradición fueron sus señas de identidad garantizadas por instancias sucesivas (obispo, sínodo local, concilio ecuménico) hasta acabar más tarde por descubrir todas las implicaciones del primado romano.
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